La Escuela de Nueva York en dos actos
En una ciudad tan errada como Madrid los aciertos son particularmente bienvenidos; eso sí, hay que salir en su busca, como los pescadores hacen con los caladeros. Y en un barrio patricio de la ciudad errada, bastante aburrido todos los días, las exposiciones de la Fundación Juan March ofrecen en cualquier momento ocasión a los aciertos. La nueva entrega de su programa lleva un título con efectos amedrentadores sobre el orden de la cultura, y eso basta para despabilarnos. Se llama Los irascibles: pintores contra el museo. ¡Casi nada! Nos sitúa en un episodio particular, aunque no tan intimidatorio, acontecido en el Nueva York de 1950 a propósito de una exhibición programada por el Metropolitan Museum que se dedicaría al arte nuevo de los Estados Unidos: American Painting Today: 1950.
La exposición nos sitúa en un episodio particular de 1950: cuando los expresionistas abstractos boicotearon al Metropolitan Museum
Por la inercia conocida en exposiciones de esa naturaleza y conforme a unas normas y dinámicas de selección serviles con el conservadurismo, era previsible que sus contenidos tuvieran escasas o nulas afinidades con el arte a considerar propiamente de vanguardia, el de la incipiente Escuela de Nueva York. De modo que todo un círculo de la avanzada artística neoyorquina decidió boicotear la muestra y elevar por carta una protesta al presidente del Metropolitan. Dieciocho pintores y diez escultores suscribieron esa carta, cuyo borrador, redactado básicamente por Adolph Gottlieb, Barnett Newman y Ad Reinhardt, dieron por bueno y definitivo el 20 de mayo de aquel 1950. No faltaron las firmas de artistas como Jackson Pollock, Willem de Kooning, William Baziotes, Clyfford Still, Mark Rothko y otros de los que terminaron cosechando los mayores éxitos. El 22 de mayo el New York Times publicaba en su portada un flamante artículo que decía: “18 pintores boicotean al Metropolitan. Acusan al museo de mantener una actitud hostil hacia el arte avanzado”. El Herald Tribune replicó la noticia al día siguiente para llamar “irascibles” a esos pintores y la revista Life rubricó la información en enero de 1951 con un reportaje que incluía una fotografía del grupo de pintores reunido para la ocasión. La fotógrafa de moda Nina Leen tomó esa imagen, bendecida por el tiempo como registro icónico de aquel episodio de la historia cultural norteamericana.
Esta exposición resalta exactamente la importancia de aquel desplante colectivo y la representatividad de aquella instantánea publicada en Life, con un loable esfuerzo por establecer un discurso microhistoriográfico, al que han contribuido con mucho saber las investigadoras españolas Inés Vallejo y Beatriz Cordero. Aquellos titulares de 1950 transformaron efectivamente la relación de circunstancias para el arte abstracto norteamericano. Entre otras cosas se introdujo decididamente en los programas de exposiciones y adquisiciones de museos como el MoMA, el Whitney, e incluso el Metropolitan. La tesis defendida por el rótulo de esta exposición, que destaca la acritud de los expresionistas abstractos hacia el museo, no termina de convencer, precisamente porque choca con toda evidencia con la realidad. Esta nos traslada exactamente a lo contrario: que ese grupo de artistas buscaba el reconocimiento del museo y acordó actuaciones susceptibles de forzarlo.
Pero en las exposiciones de arte raramente se trata de persuadir al entendimiento. Antes bien, el primado corresponde a las emociones y todo medio es válido para despertarlas. La Fundación Juan March nos ha acostumbrado a exhibiciones que prestan mucho cuidado a la puesta en escena, con evidentes énfasis teatrales en sus expografías. La de Los irascibles no hace excepción, pero emplea recursos muy diferentes a lo visto hasta ahora. Se coloca en las antípodas de los montajes saturados y con mucho ruido de objetos convertidos en marca de la casa. Si la forma de exponer de alguna ocasión anterior nos recordó el teatro productivista de Meyerhold, la dramaturgia de Los irascibles, mucho más analítica y sobria, hace pensar en Tennessee Williams. Los espacios se han transformado por completo para presentar una pieza en dos actos. El primero se desenvuelve en un escenario que imita la sala de consulta de una hemeroteca cualquiera. Allí se dispone la documentación (revistas, manuscritos, catálogos, recortes de prensa) sobre lo sucedido.
El segundo acto coincide con la exposición de obras propiamente dicha. Una construcción de madera simula un granero o el espacio diáfano de un cobertizo al modo de los que tantos artistas del expresionismo abstracto emplearon como taller. Y sobre sus cuatro paredes chapadas de abedul se cuelgan dieciocho cuadros de en torno a 1950, uno por cada uno de los pintores firmantes de la carta de protesta, distribuidos en el espacio con interesantes tensiones proporcionadas por la asimetría, cada pintura en el lugar de uno de los actores de aquel episodio histórico que nos ocupa.