Los veranos en Cadaqués de Duchamp y Dalí
En 1930, Duchamp vio 'La edad de oro' y quizá fue lo que le impulsó a viajar a Cadaqués y conocer mejor al personaje que se ponía azúcar de dátil en el bigote. Al final acabó siendo el ajedrez lo que más uniría a los dos vanguardistas
13 agosto, 2020 09:36Es curioso ver a Duchamp y Dalí encaramados a una roca en Portlligat. Desde la playa, el mar parece un lago rodeado de tierra; una isla, como el artista francés. La foto es del verano de 1933, el primero de Marcel en el pueblo pesquero donde residía el pintor de los sueños. Se llevaban 17 años y eran tan diferentes como los olivos de aquel lugar durante el día y al atardecer. Uno era el padre del arte conceptual y el otro un admirador de Rafael que salvaría el aire contenido en Las Meninas si el Prado empezara a arder. Probablemente a Duchamp le habría gustado más la respuesta de Jean Cocteau (“Salvaría el fuego”), porque para él, como para Brancusi, “el arte es un fraude”.
El iconoclasta que hace un siglo se atrevió a exponer un urinario en un museo creía en el artista como individuo y en el arte como la única actividad que nos distingue de los animales, aunque esa actividad sea realmente un espejismo. Marcel había pasado de puntillas por el postimpresionismo, el fauvismo y el cubismo, pero pronto rehuyó de los grupos y abrazó la soledad. Su colega catalán, ansioso de reconocimiento, hizo todo lo posible por ganarse la atención de los medios. “Yo no tomo drogas”, le confesó al vocalista de la banda psicodélica Grateful Dead, “¡Porque yo soy la droga!”. A lo que añadiría más tarde: “Tómenme, porque soy alucinógeno”. Y cuando al llegar a Nueva York le preguntaron qué era el surrealismo, contestó: “El surrealismo soy yo”. Aquello le valió una portada en TIME, un anuncio de chocolate en Francia y el diseño de la escenografía de una secuencia de Recuerda en la que el personaje corta varios ojos pintados en una pared con unas tijeras gigantes. Un claro guiño de Hitchcock a Un perro andaluz, el filme que Buñuel escribió con Dalí.
En 1930, Duchamp vio La edad de oro en París y quedó fascinado. Si el surrealismo había surgido de las cenizas del dadá, aquellos 60 minutos eran las ascuas que quedaban en la estufa, la provocación, la agresividad, el delirio. Quizá verla fue lo que le impulsó a viajar a Cadaqués y conocer mejor al personaje que se ponía azúcar de dátil en el bigote y miel en la comisura de los labios para atraer a las moscas limpias que iban vestidas de Balenciaga (porque “las que se posan en la cara de los burócratas son repugnantes”), y mientras pintaba y veía el Tour de Francia esperaba ansioso a que los insectos se le metieran en la boca.
25 años después de aquella primera visita, el defensor del antiarte volvió a la localidad ampurdanesa y alquiló una casa muy cerca de la de su anfitrión. Esta vez fue con Teeny, su pareja desde el 51, y al llegar escribió entusiasmado a un amigo: “He visto de nuevo el paisaje de L’âge d’or en carne y hueso, sin obispos”. Cada tarde, durante esos veranos calurosos de mar y rocas, el inventor del ready-made acudía al bar Melitón para jugar al ajedrez. Man Ray, que décadas antes había fotografiado los edificios de Gaudí que ilustrarían el artículo de Dalí sobre la arquitectura comestible en la revista Minotaure, retrataba con la cámara al pálido extranjero que el excéntrico performer ya había reflejado en Dos trozos de pan expresando el sentimiento del amor, un lienzo que evoca una de las múltiples partidas entre el francés y Gala en la villa Flamberge.
Para Duchamp, el ajedrez se parecía mucho a la pintura. Lo interesante era el movimiento, la parte mental. “Es mecánico en el sentido de que las piezas se mueven, interactúan, se destruyen entre sí. Están en constante movimiento, y eso es lo que me atrae”. De ahí que el arte meramente visual no le interesara y que causara un gran revuelo cuando presentó Desnudo bajando una escalera, una obra a medio camino entre el cubismo y el futurismo que nadie entendió y que no volvió a repetir porque la repetición era una forma de muerte. El volantazo que dio entonces en su carrera le llevó a pintar El molinillo de chocolate que había visto en un escaparate y a desafiar las convenciones con sus objetos encontrados.
Su irreverencia estaba en sintonía con las extravagancias del catalán, otro provocador incansable que en 1953 insertó su foto en la Gioconda con bigote y perilla de Duchamp y le puso unas monedas de oro en las manos para burlarse de André Breton, que años atrás lo había apodado “Avida Dollars”. Pero pese al humor y el escepticismo que compartían, Dalí siempre se tomó demasiado en serio. Aunque reconocía que cada día era más antidaliniano (“a medida que me admiro más, encuentro que soy una real catástrofe”, declaró una vez), se consideraba el mejor pintor contemporáneo, sólo superado por los maestros renacentistas. Ante tal despliegue de ego, es comprensible que John Cage y Richard Hamilton no entendieran la admiración de su amigo por aquel artista comercial que criticaba a los burgueses pero perseguía con ahínco la fama y el dinero.
Al final acabó siendo el ajedrez, ese juego plástico e intelectual que hizo que Duchamp abandonara la pintura durante un tiempo, lo que más uniría a los dos vanguardistas. En 1964, el ampurdanés diseñó uno a petición de Marcel cuyas piezas tenían la forma de los dedos y los dientes de la pareja catalana. Años antes, el artista que esquivaba la belleza estética y renegaba de los discípulos y las escuelas celebró en Figueras una corrida surrealista en homenaje a Dalí y construyó junto a Niki de Saint-Phalle y Jean Tinguely un toro de papel maché que estalló en la arena. Por su parte, el histriónico pintor que aseguraba recordar en tecnicolor lo que vio en el útero materno, colaboró en la última pieza de Duchamp, Étant donnés, una instalación en la que el francés trabajó casi en secreto entre 1946 y 1966. Alrededor de la obra en 3D donde una mujer desnuda extiende los brazos hacia un paisaje en movimiento y que sólo puede verse a través de una mirilla orbitaron otras más pequeñas como el tapón de ducha que el dadaísta ideó para su apartamento de Cadaqués.
Fue en su reencuentro del 58, poco antes de los paseos por las calles empedradas que inmortalizó Robert Descharnes con su cámara, cuando Duchamp le regaló a Dalí una Boîte en valise que incluía 68 reproducciones en miniatura de su obra pictórica y escultórica y una dedicatoria. La maleta portable, que contiene réplicas diminutas de La fuente, Aire de París (un cilindro con 50 cc de aire de la capital francesa), la Mona Lisa con la inscripción L.H.O.O.Q. (“ella tiene el culo caliente”), que para el catalán era “el epitafio de la pintura moderna”, y Pliant … de voyage (la funda de una máquina de escribir Underwood), se exhibe en el Teatro-Museo de Figueras junto a piezas de Fortuny y El Greco y Cien mil vírgenes virtuales reflejadas por un número indeterminado de espejos cibernéticos ‘Étant donnés’, que Dalí realizó en 1974 en homenaje a su amigo.
Duchamp no llegó a conocer este gran ready-made de Gerona porque murió seis años antes de su fundación sin saber lo que pensarían de él en el futuro (“Me preguntas qué es lo que he conseguido”, le dijo a un periodista. “No lo sé. (…) Me da igual. He vivido lo que quería y como quería”). Este amante del absurdo, que consideraba sus primeros trabajos como la cicatriz de una herida sana, intentó hacer de su existencia una obra de arte y lo logró. Cuando su pintura abandonó el lienzo, su vida se convirtió en un enorme tableau vivant.