La literatura ha sido la gran creadora de los mitos inmortales que marcan la cultura occidental: el Drácula de Bram Stoker, el Peter Pan de Barrie, el Don Juan de Tirso de Molina, el Quijote de Cervantes, el Edipo de Sófocles o el Fausto de Goethe. Son personajes que superan su condición de caracteres de ficción para convertirse en iconos que pasan a formar del discurso popular y a ser referentes para millones de personas que muchas veces ni siquiera conocen el origen literario.
El eterno Pinocho forma parte de esa galería de mitos eternos. El niño de madera cuya nariz crece cuando miente fue creado por Carlo Collodi a finales del siglo XIX en una Italia convulsionada por la industrialización y la miseria de las clases populares. Un mito capaz de sobrevivir de generación en generación porque representa algo profundo sobre el alma humana que nunca nos cansaremos de revisitar. Objeto de innumerables versiones cinematográficas, teatrales e incluso novelescas, sin duda la película más conocida del personaje es la de Walt Disney de 1940, donde veíamos una versión de Pinocho cargada de belleza y candor pero también más infantil y dulcificada del original.
El Pinocho del siglo XXI viene firmado por Matteo Garrone, con perdón del propio Roberto Begnini que ya dirigió su propia película sobre el personaje en 2002 con malos resultados sobre todo porque interpretaba él mismo al niño y quedaba ridículo. Aquí da vida al padre, lo cual resulta mucho más lógico.
Gran autor del cine contemporáneo gracias a películas como Gomorra (2008), Reality (2012) o Dogman (2018), donde muestra realidades como la mafia o la voracidad de la telebasura con un tono mordaz y brutal, Garrone ya exploró el mundo de los cuentos infantiles en El cuento de los cuentos (2015), donde adaptaba las fábulas del autor italiano del siglo XVII Giambattista Basile. En ese filme ya veíamos que el director utiliza el imaginario de las leyendas épicas europeas, con sus princesas y príncipes, los castillos y las criaturas fantásticas para presentarnos una versión adulta de historias brutales que hablan de frustración, desesperación, vanidad y celos.
Ahora le ha llegado la hora a Pinocho y Garrone se muestra escrupulosamente fiel al espíritu y a la letra del clásico. “Hay algunas partes oscuras -dice el director-, pero estas partes también son un aviso importante para los niños de que la vida puede ser muy peligrosa. Por momentos, puede ser incluso cruel. A los niños italianos la película les ha encantado porque pueden sentirse identificados con el muñeco. Y aunque hay mucha oscuridad, al final acaba siendo una historia luminosa porque cuenta el amor entre un padre y un hijo y es una historia de redención”.
Fiel a su imaginario oscuro, muy distinto de la Italia glamurosa de Paolo Sorrentino, Garrone nos brinda un espectáculo barroco en una superproducción que huye del brillo de Hollywood. Superpuestos, la miseria de la Italia obrera y campesina con un mundo de fantasía en el que existen hadas benéficas y grillos parlantes con sabios como el famoso Pepito. Vemos una Italia oscura y pobre narrada con naturalismo, una Italia profundamente italiana, en la que el desdichado padre de Pinocho tiene que vender la chaqueta para poder pagar los cuadernos escolares de su hijo. Es una Italia nonagenaria que recuerda a la que retrató Bertolucci en la inmortal Novecento (1976) o Ermano Olmi en El árbol de los zuecos (1978).
Según el propio Garrone: “Hemos creado un mundo en el que el realismo y el superrealismo se mezclan. La idea era redescubrir el texto e inspirarse en las ilustraciones originales del ilustrador, Enrico Mazzantini. También vi pinturas de la época donde vemos la pobreza de esas comunidades agrícolas. Creo que esa fidelidad al escenario original y al libro es lo que resultará sorprendente al público de todo el mundo que quizá tiene otra idea de la fábula”. De esta manera, vemos un mundo hostil de truhanes y pícaros en el que el pobre Pinocho, condenado a sentirse como un niño normal pero estar construido de madera, quiere buscar su propio camino aunque su conciencia le diga lo contrario.
El éxito de la historia de Pinocho de generación en generación no es casualidad. Más allá del detalle de que le crece la nariz, perífrasis que en el mundo entero se ha convertido en sinónimo de mentir, la historia de Pinocho nos habla de la necesidad de la rebelión y el fracaso como partes fundamentales del proceso de aprendizaje. El niño de madera es listo y tiene buen corazón pero también es obstinado, egoísta y como todos los niños, sabe mucho menos de lo que cree. Emblema de la historia de iniciación, la conversión del muñeco en un verdadero crío de carne y hueso se convierte en una metáfora sobre la propia dificultad de alcanzar la madurez aprendiendo o defenderse del mal pero al mismo tiempo no caer en el cinismo y el egoísmo a ultranza.