Un lustro, y dos novelas en un cajón, han pasado desde que Jesús Carrasco (Olivenza, 1972) publicara La tierra que pisamos, su segundo libro tras el éxito fulgurante e infrecuente de su debut, Intemperie. “Me tomo las cosas con calma porque trato de darle a la literatura la pausa que requiere. Si no se la damos a ella, no sé ya a qué dárselo”, explica desde su casa de Sevilla. Sin prisa, pero sin pausa, el escritor regresa a las librerías con Llévame a casa (Seix Barral), la historia de Juan, un hombre cercano a los 40 que vive en Edimburgo que debe volver a su pueblo toledano para el entierro de su padre y para cuidar a su madre ya anciana y con síntomas de Alzheimer, sufriendo "un choque con la realidad y la madurez a través de la tierra y la familia".
“Este asunto del cuidado de los padres es algo que hasta cierto momento de tu vida no te tomas en serio. Sabes que está ahí, que envejecerán, pero lo ves lejos. Ahora a mí me ha llegado ya ese tiempo de tomar decisiones. Me encuentro con esta situación y tengo que afrontarla”, revela el autor, que además de en este asunto reconoce que la novela tiene más mimbres autobiográficos. “Otra pata es mi vivencia en el extranjero, en Edimburgo, donde estuve un año en los noventa y casi tres ahora. Quería confrontar mi experiencia de ser hijo de una tierra, mi Toledo de adopción (el escritor se crio en Torrijos), con la de la separación, de la escapada, de la huida. Todo eso tenía un paralelismo evidente con la familia, salir de la tierra es hacerlo de la familia”.
Pregunta. Juan ha tratado de escapar de esa miseria de hule y vasos de nocilla para luego encontrarse fuera con otra, fregando platos en Escocia, que no le parece peor. ¿De dónde nace ese afán tan nuestro por huir de lo propio y valorar más lo ajeno?
Respuesta. Es una experiencia que todos los que tenemos cierta edad hemos vivido: salir al mundo, querer comértelo y decir bueno, tampoco era para tanto, tampoco está tan mal lo que tengo aquí. Es un tipo de romanticismo, incluso de inmadurez, porque la madurez supongo que es llegar a alcanzar un equilibrio entre lo que verdaderamente puedes conseguir y lo que tienes. En su ensoñación, Juan ha inventado una especie de paraíso en el norte donde todo es mejor. Por supuesto, esto bebe también de la ensoñación colectiva, porque en los países del sur tendemos a pensar que en el norte todo va mejor. Al tener que hacerse cargo de su madre se le rompen estos sueños, pero también reencuentra y reconsidera aspectos de su vida mucho más tangibles.
P. El protagonista no llega al lecho de su padre por despreocupación, desinterés con las raíces que cortó al irse, y avanzada la novela se da cuenta de la magnitud del hecho. ¿Es una de esas cosas que quedan en uno para toda la vida?
R. Pienso que sí. Ese es un dolor que comparto con el personaje, ya que, igual que él, no estaba cuando murió mi padre. Y hay dolores de los que uno jamás llega a sanar, cosas que se llevará a la tumba, cosas que no ha hecho, cosas que no preguntó, cosas que no hizo bien.
"La madurez supongo que es llegar a alcanzar un equilibrio entre lo que verdaderamente puedes conseguir y lo que tienes"
P. La clave del libro es la exploración que hace del deber de hijo, algo rara vez comentado y que damos por sobreentendido u obviamos. ¿Cuál es el deber de un hijo?
R. Nuestra sociedad gestiona muy bien el deber de ser padres, una responsabilidad que asumimos puesto que es una decisión que tomamos voluntariamente. Pero como la familia nos cae en suerte, mi generación y las siguientes no asumen con tanta naturalidad la responsabilidad que tenemos con los padres, que también existe. Por la tradición familiar que hay en España yo siento un deber ético y no quiero escabullirme de esa responsabilidad que tengo, hacia mi madre en mi caso, que es la misma que siento hacia mis hijas. No quiero en ningún caso juzgar, cada uno hace lo que quiere y lo que puede, pero sí quería plantear al lector la pregunta de qué hará cuando le toque pringarse: ¿alterará su vida, asumirá ese deber?
Generaciones pendulares
P. En un momento dado el protagonista reflexiona sobre el concepto muy tradicional, sobre todo en el mundo rural, de pasar el testigo de generación en generación. ¿Esa idea de clan, de familia, se está resquebrajando hoy en día?
R. Sí, pero creo que es una de las consecuencias de la llegada de la modernidad. Para bien y para mal vamos en una cierta dirección que se aleja de la tierra, en lo ancestral, lo telúrico; y también del núcleo familiar. Antes, y no quiero ser nostálgico porque no sirve para nada, el anclaje que había en el territorio y la tierra unía, porque la riqueza estaba en esa pequeña hacienda que tenía la familia y las generaciones se reunían en torno a ella. Pero eso ya no ocurre. Yo no tengo una tierra, un testigo que pasar. Además, en el mundo actual la familia se puede interpretar como una imposición, tú no la eliges. Todo ello ha dinamitado ese modelo tradicional, que se ha diversificado enormemente. Lo cual no debería suponer un abandono de los deberes éticos que yo creo que uno tiene hacia sus mayores.
P. La novela muestra en varios momentos la brecha cultural entre su generación, ya criada con ciertos estándares de la televisión y de la cultura anglosajona, y la anterior, todavía tradicional. ¿Se da entre usted y sus padres el mayor desfase generacional de la historia de España?
R. La mía fue la primera generación con carreras universitarias y que se dispersó por el mundo, pero si le preguntas a mis padres con respecto a los suyos te dirán que el salto lo dieron ellos, que salieron de la España rural y se fueron a la ciudad. Toda una aventura. Pero es que mis hijas han nacido con internet y pueden explorar desde niñas todas sus ventajas y peligros. Y no digamos nada, yendo al otro extremo, de la generación que vivió la guerra. Cada generación tiene su muralla que saltar y a todos nos parece que la nuestra ha sufrido el gran cambio. No obstante, creo que cada una ha superado sus obstáculos y, quiero creer, que haciendo la sociedad cada vez un poco mejor. Ya les hubiera gustado a mis padres o abuelos haber tenido nuestras oportunidades.
"A todos nos parece que la nuestra ha sufrido el gran cambio, pero cada generación tiene su muralla que saltar, y lo ha conseguido mejorando la sociedad"
P. Sin embargo existe hacia nuestros mayores el constante reproche de su cultura del trabajo, el esfuerzo y el ahorro, vista como innecesaria y anacrónica en las últimas décadas. ¿Qué queda hoy de esos valores?
R. Ciertamente no mucho, pero creo que eso tiene que ver con las condiciones de vida. Nuestros padres no eran ahorradores porque les apeteciera ahorrar, sino porque no tenían más remedio. Mi padre era maestro de escuela y tenía seis hijos. Se juntaban sueldos de miseria con familias de seis, siete, ocho hijos. ¿Qué podían hacer sino ahorrar para llegar al mes siguiente? Por desgracia, esta miseria ha vuelto, porque hoy en día puedes tener trabajo y vivir bajo el umbral de la pobreza, como estamos viendo.
De la ciudad al campo
P. Otro fenómeno que está propiciando la pandemia es una especie de éxodo inverso, de la ciudad al campo, ¿por qué se produce esto?
R. Es tal la incertidumbre sobre nosotros que entiendo que hay una especie de refugio mental en lo seguro. Y el pasado es inalterable. Si uno tuvo una infancia medianamente agradable, por ejemplo, en el campo, quiere volver a ella. Supongo que esta gente viene expulsada por la ciudad, y más con la pandemia, y, también, inspirada por una especie de idea romántica de que en el pueblo se vive mejor. Ojalá sea gente que se quede y revitalice los pueblos con nuevos niños y gente joven para sacar adelante la España rural.
P. ¿Cómo es vivir hoy en el rural? ¿Se ha superado en 2021 ese falso relato de atraso, incultura y miseria?
R. Dese luego, hoy en día el salto entre rural y urbano no es tan grande. En este sentido, pienso que quien se va no lo hace por odio o desprecio, sino sólo porque necesita saber qué hay fuera, como me ocurrió a mí. Mi juventud me impelía a ver lo que había fuera y luego decidir si volvía o no. Yo no volví, porque conocí a mi mujer que es de Sevilla, y aquí estoy. Pero la gente que conozco que se ha quedado en el campo está encantada de la vida. Una hermana mía vive en un pueblo de Segovia dedicada al cereal. Hay maquinaria, casas estupendas y conexión a internet. No es un mundo subdesarrollado. Pero es un mundo con una densidad de población muy baja y tiene la gran problemática de los núcleos rurales, los pueblos vacíos. Patrimonio cultural y etnográfico expuesto al expolio y a la ruina. Ojalá la gente se ponga a llenar de nuevo los pueblos.
"Cada vez se da menos esa ingenuidad de pensar que mudarse al pueblo va a ser como 'Doctor en Alaska'. La gente ahora va al campo con todas las consecuencias"
P. En este sentido, igual que en todos sus libros está presente la naturaleza de forma natural, como paisaje. ¿Cree que la literatura con vocación rural la idealiza demasiado?
R. Se confunde naturaleza y campo. Una cosa es un bosque de pinos en Grazalema, que es un entorno salvaje, y otra es irse al campo castellano, que es un entorno domesticado y humanizado donde hay naturaleza hasta cierto punto. En la literatura muchas veces hay esa idealización utópica tipo Thoreau o Rousseau, pero la gente que va al campo lo que se encuentra es con otras personas, con otro tipo de usos sociales y comunidades, y pueden o no encajar ahí. Por otra parte, esta idea se da cada vez menos, el pensar que uno se va al pueblo y va a ser como Doctor en Alaska… es demasiado ingenuo. La gente vuelve ahora al campo con todas las consecuencias y creo que no ha habido mejor momento, porque, como decía antes, las ciudades nos están expulsando a patadas. Son invivibles.
La materialidad de la literatura
P. Es un escritor exigente que por cada novela publicada destruye o guarda otras dos. ¿Cuándo sabe que un libro está terminado y cuándo va al cajón?
R. Si las leyeras lo sabrías en la primera página (risas). Lo sé porque no fluyen. Es una sensación, un pálpito, una especie de incomodidad que te acompaña durante todo el proceso. Yo estaba convencido de que escribir una buena novela tenía que llevar mucho tiempo, pero con esta tardé 22 o 23 días. Luego he estado un año reescribiendo y corrigiendo, pero en ese primer volcado ya supe que iba a funcionar. Mi planteamiento estético es que un libro no tiene que oponer resistencia al lector. No digo que tenga que ser fácil, la fluidez puede ser compleja, pero persigo eso, que avance. Luego cada lector saca sus conclusiones, la considera más o menos profunda, ilustrativa, culta, elaborada, lo que sea, pero la clave es que fluya.
"Me fascina el lenguaje y me seduce mucho la posibilidad de generar una imagen muy nítida de un objeto, darle materialidad a la literatura"
P. También es exigente en el lenguaje. En la reseña de Intemperie nuestro crítico Ricardo Senabre hablaba de “precisión léxica y detallismo”, de “la riqueza de un idioma límpido y sonoro”. ¿Por qué escribe así?
R. Nunca busco la floritura ni el adorno, pero sí soy muy consciente del poder del lenguaje. Si encuentro un término específico para definir algo que estoy describiendo voy a por ese término, no me importa que el texto sea algo más recargado. Un autor que me influyó mucho en esto es Cormac McCarthy. En cualquiera de sus libros se entretiene durante dos páginas en contarnos hasta la última tachuela de la silla de una montura. ¿Por qué lo hace? Podría resolver la escena con un “se subió al caballo y se marchó”. Me fascina el lenguaje y me seduce mucho la posibilidad de generar una imagen muy nítida de un objeto, darle materialidad a la literatura. Por eso intento escribir siempre con detalles sensoriales. Todo eso aporta ambiente y textura a la novela. Por ejemplo, la esquina rota de aglomerado de la mesa de la cocina de Juan dice mucho de esa familia.
P. ¿Habla de McCarthy, pero a quién ha leído, quién le ha influido, últimamente?
R. Acabo de terminar unos ensayos de Rebecca Solnit que me han gustado mucho y también El artesano, de Richard Sennett, una reflexión sobre la materia y trabajar con las manos. En los últimos meses he ido alternando a mis contemporáneos, como Sara Mesa, Isaac Rosa y Ricardo Menéndez Salmón, con clásicos como La cartuja de Parma de Stendhal, que llevaba mucho en mi estantería. Pero el libro que más me ha impactado recientemente es Stoner, de John Williams. Ha sido una especie de fogonazo del tipo de que me causaron en su día Carver o Perec, un trallazo que penetra en ti. Me pareció un libro delicioso, exquisito, brillante.
P. Cada una de sus novelas es diferente a la anterior, explora temas y formas de escribir distintas. ¿Ya tiene una nueva historia en mente?
R. Sí, tengo cosas en mente y, de hecho, avanzadas. Tengo un ensayo, digamos narrativo, bastante planteado ya, un pequeño libro de viajes, muy doméstico, chiquitito, y alguna cosa más. Mi idea de la literatura tiene mucho que ver con el juego, por eso voy cambiando de tema o de enfoque, porque me gusta buscar otras posibilidades. Igual algún día encuentro un espacio en el que esté muy cómodo, me apoltrono ahí y aburro a todo el mundo, pero de momento no es el caso. Hay algo tan poderoso en la creación literaria que uno siempre decide seguir intentándolo porque vale la pena pelear por esa historia que pueda seducir a los lectores. Yo he mantenido la fe y voy a seguir escribiendo, no me cabe duda.