“A través de la familia Martín he tratado de explicar la evolución de España desde finales del siglo XIX hasta el XXI”, resume Víctor del Árbol (Barcelona, 1968), que reconoce que El hijo del padre (Destino), un recorrido por cuatro generaciones de varones de la misma familia que van heredando culpas y odios, es su novela más ambiciosa hasta la fecha. “He querido crear un tipo de novela referencial, de esas que marcan época y fijan el retrato de un espacio geográfico y generacional determinado, al estilo de lo que hizo Marsé en Últimas tardes con Teresa o Delibes en Los santos inocentes”, explica el autor.
Auténtica sensación editorial en Francia, donde fue nombrado en 2017 Caballero de las Letras y las Artes, y recientemente desembarcado en el mercado estadounidense, donde Publishers Weekly ha destacado su novela Un millón de gotas; Del Árbol centra esta nueva historia en la vida de Diego Martín, el último eslabón de la cadena, que es “el paradigma de éxito del ascensor social”. Hijo de inmigrantes extremeños y andaluces llegados a la Barcelona de los cincuenta, ha dejado atrás su pasado saliendo de la pobreza más absoluta hasta ser un profesor universitario de vida acomodada y felizmente casado.
"El odio es una herencia, igual que los afectos, y en esa contradicción construimos nuestra memoria"
Sin embargo, como explica el autor, “para lograr todo esto Diego ha renunciado a sus raíces, convirtiéndose en un extranjero en su propia vida llena de secretos, traumas y contradicciones. Ni él mismo sabe ya quién es”. A través de su figura retrata el escritor toda una generación, “la mía, la de los hijos de una emigración masiva que desarraigados de los pueblos de nuestros padres crecimos en esas periferias invisibles de las ciudades que se fueron construyendo al calor del éxodo rural en aquellos años 60 y 70”.
Una verdad neutra
La primera frase de la novela ya desvela la trama, un crimen cometido por Diego y motivado por un odio ancestral entre su familia y la de los Patriota, los señoritos del pueblo donde se criaron sus antepasados. Los motivos que nutren esa herencia de dolor y culpa son el cuerpo de una historia que, según su autor, demuestra que en la vida privada igual que a nivel social “nunca podemos desembarazarnos del todo de nuestro pasado. El resentimiento, aunque parezca diluido durante años, siempre reaparece, porque el odio es una herencia, igual que los afectos, y en esa contradicción construimos nuestra memoria”, reflexiona.
En este sentido, Del Árbol comparte que, durante muchos años, “pensé que había que, como se suele decir, matar al padre, dejarlo atrás. Ahora creo todo lo contrario, que hay que tratar de entenderlo”, explica. “En este libro reduzco al padre a la condición de niño, porque uno juzga a su padre de adulto, como hombre, pero para entenderlo y aceptarlo, Diego, debe convertirlo en un crío con el que puede empatizar”.
"Toda historia merece ser contada de forma neutra, el escritor nunca debe juzgar a los personajes. Ese es un derecho que tiene el lector"
Otra idea que explora esta novela es la de la fiabilidad de la memoria, del relato que nos contamos a nosotros mismos para configurar nuestra realidad y vivir el día a día. “Planteo un recurso narrativo que me parece muy revelador, usar dos narradores. Uno, en primera persona, es el propio Diego Martín, que cuenta su visión de la historia. El otro, omnisciente, es el observador frío, que lo que hace es contrapesar esa visión con los hechos objetivos”, explica Del Árbol. “De la comparación entre lo que nosotros, en este caso Diego, creemos que es nuestra verdad y la verdad objetiva surge una realidad más pura, no tamizada por lo personal. De ella debe extraer el lector sus opiniones”.
Y es que, para el escritor, la literatura es un espejo que nos permite ser observadores privilegiados de ciertas realidades, pero que no nos da derecho al juicio. “Me molesta mucho, incluso como lector, la retórica de los libros que intentan juzgar lo que solo debe ser contado y observado”, afirma. “Toda historia merece ser contada desde la visión neutra de los hechos y el escritor no debe juzgar a los personajes. Ese es un derecho que tiene el lector”.
El mal de la desmemoria
A este respecto, Del Árbol reflexiona mucho en la novela sobre qué es mentira y qué verdad y el papel que juegan ambas en nuestras vidas. “La verdad se suele vender como un acto de generosidad, pero la verdad que no se te pide es en realidad un acto de egoísmo, sobre todo porque no existe una verdad, sino tú verdad”, defiende. “Ambas cosas, verdad y mentira son parte del engranaje narrativo de nuestra propia historia, nuestra memoria e identidad. Como si fuésemos escritores todos utilizamos, consciente o inconscientemente, los elementos que nos convienen para que nuestro relato sea coherente y muchas veces preferimos una mentira cómoda que una verdad reveladora que nos obligue a actuar”.
"Como si fuésemos escritores, todos utilizamos la verdad y la mentira para construir un relato coherente de nuestra historia e identidad"
Una realidad que el escritor juzga muy presente en la sociedad actual, uno de cuyos grandes problemas es, en su opinión, la desmemoria. “Cuando la gente dice eso de ‘por qué vamos a recordar algo que pasó hace tanto tiempo, hay que avanzar’, no se da cuenta de que para avanzar de forma positiva y efectiva hace falta conocer el pasado. Parece que la gente olvida siempre que las actitudes, discursos, opiniones políticas y comportamientos sociales, no son nada nuevo sino una repetición recurrente”, opina.
Como ejemplo, ha citado el independentismo catalán, un fenómeno “que no es reciente, sino un conflicto que existe desde el siglo XVIII y se recrudece de vez en cuando”. También el partido VOX, “que refleja la existencia de un tipo de pensamiento enraizado en la sociedad española que lo que siempre ha querido es ley y orden y que vuelve a tomar forma en determinados momentos de la historia”.
Para terminar, Del Árbol ha roto una lanza en favor de la cultura diciendo que “ojalá en tiempos de pandemia fuera una patria, porque lo bueno que tiene es que es universal. La vocación del escritor es convertirse en ciudadano del mundo y escribiendo uno siente que forma parte de todo, a nivel geográfico, pero también temporal”, explica el autor, que reconoce que, aunque muchos de los paisajes de su novela hoy no existen ya, “yo los hacía renacer al escribirlos. No han desaparecido del todo porque están en mi interior. Me gustaría creer que en esta pandemia hemos entendido que la realidad no es lo que nos dicen desde los discursos políticos, sino lo que está dentro de nosotros”.