Durante este año largo de pandemia hemos mirado al pasado en busca de situaciones parecidas. La llamada “gripe española”, que hizo su aparición en 1918, ha sido la referencia más repetida. Ahora que parece que la pesadilla acaba, resulta tentador prolongar el paralelismo. Los llamados 'Locos años veinte' fueron una explosión de la vitalidad represada tras la primera guerra mundial (1914-1918) y la mencionada epidemia. La primera aniquiló a unos 25 millones de seres humanos y la segunda, entre 20 y 40. Años de penurias y de malas noticias instalaron en el corazón de varias generaciones la certeza de que la vida podía torcerse en cualquier momento, así que más valía disfrutarla mientras fuera posible.
Joséphine Baker, la bailarina que en aquellos años llevó el charlestón a Europa, lo dijo con claridad meridiana: “Me gustaría morir sin aliento, exhausta, al final de un baile…”. Cuando leí esta frase, en una de las salas de esta exposición, me acordé de una entrevistada en la radio a la que preguntaban qué iba a hacer cuando acabara el estado de alarma: “Yo, bailar, bailar hasta que me sangren los pies”. Hay parecidos y también muchas diferencias (nuestro mundo es global, las bases de la economía son otras). Sin embargo, los ecos son indudables, incluso por inversión de los términos (el aprecio actual por la lentitud como crítica a la velocidad enfermiza, por ejemplo). En definitiva, parece que una exposición dedicada a los años veinte del siglo XX resulta de lo más oportuna.
De las artes, al cine, la arquitectura, el diseño y la moda, los “Locos años veinte” fueron una explosión de la vitalidad
La que se ha inaugurado en el Guggenheim de Bilbao abarca un amplio espectro de manifestaciones culturales: las 300 piezas presentes corresponden a las diversas artes, el cine, la arquitectura, el diseño y la moda. Está centrada en ciudades como Berlín, Viena, Zúrich y París. Aunque hay diversas alusiones a los Estados Unidos, donde este periodo dejó huellas importantes, el ámbito de la exposición es europeo. Dos asuntos más a subrayar: la presencia de una decena de artistas contemporáneos, que se han inspirado en temas o técnicas de la época para crear obras que se introducen en el discurso histórico. Y, finalmente, el personal montaje, a cargo del dramaturgo Calixto Bieito.
La muestra se abre con una sección dedicada a la superación de los traumas de la guerra. Las alusiones a la vida militar son múltiples, desde las previsibles de George Grosz a los collages de Schawinsky y Blumenfeld. Me ha impresionado la proyección de un artista contemporáneo, Kader Attia, que combina rostros deformados de soldados supervivientes con un elenco siniestro de objetos y máscaras. Uno de los puntos álgidos del periodo (y de la exposición), es la trasformación del papel de la mujer y por tanto de su representación. La autonomía que ganaron mientras los hombres estaban en el frente, trajo cambios de radical importancia. Se cortaron el pelo, acortaron las faldas y ensancharon la moral vigente. Una notable acuarela de Karl Hubbuch titulada Cinco modelos en el estudio no las representa posando ante el artista, sino gesticulando con determinación ante algo que les indigna. Los fieles retratos de la Nueva Objetividad de Otto Dix o Christian Schad son las imágenes más conocidas de esa mujer moderna.
Una de las aportaciones más interesantes de la muestra es el conjunto de trajes, fotografías y revistas de moda (con alguna portada de Tamara de Lempicka) con que se reconstruye el universo femenino de la época. Otro punto fuerte del recorrido es la selección de “reportajes” de bailes y actos sociales, que proporciona una impresión muy vívida de aquella “necesidad de distracción a cualquier precio” de la que habló el pintor Fernand Léger. Conecta esto con otro de los apartados, el dedicado al cuerpo en movimiento, la danza y el teatro. Las fotografías de Valeska Gert y su formidable capacidad histriónica tienen como contrapunto la concisa gestualidad de Palucca, traducida a esquemas expresivos por el mismísimo Kandinsky. La pujanza que empezó a adquirir el cine se refleja en múltiples ejemplos, desde Metropolis de Fritz Lang a La edad de Oro, de Buñuel, pasando por Berlín, sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann. La conciencia de la importancia del cine, prolongación de la imagen fija de la fotografía, se pone de manifiesto en la exposición sobre ambos géneros organizada por Moholy-Nagy en una fecha tan temprana como 1929. Por último, encontramos referencias a la arquitectura y el diseño de la Bauhaus (y alguna preciosa obra de Josef Albers, profesor de la misma).
Podría enumerar otros nombres: Brancusi, Coco Chanel, Max Ernst. Y movimientos como Dadá, representado por Hannah Höch, Man Ray, Schwitters… Quizás la mayor debilidad de esta exposición notable sea la presencia, poco relevante y poco justificada, de los artistas contemporáneos. Ojalá dentro de un siglo se pueda organizar una muestra sobre los años veinte del siglo XXI la mitad de interesante que esta.