Jordan Peele lleva desde hace unos años valiéndose del cine de terror para hacer una denuncia sobre las conductas racistas que siguen marcando las relaciones entre ciudadanos en EEUU, siempre con una gran facilidad para facturar imágenes de gran impacto y elaborando puntos de partida sorprendentes (quizá algo efectistas) para sus obras. Con su primera película, Déjame salir (2017), conquistó el Óscar al mejor guion original y la taquilla, logrando carta blanca para seguir indagando en esta senda abierta en Nosotros (2019) o en las series The Twilight Zone o Lovecraft Country. Pero podríamos decir que los postulados artísticos de Peele, aunque de una manera más cruda, ya estaban en aquel filme de culto de 1991 dirigido por Bernard Rose que llevaba por título Candyman, una mezcla de slasher e historia de fantasmas en la que el gore tenía tanto peso como el comentario social y que tuvo dos continuaciones de lo más intrascendentes.
Por eso, no es de extrañar que Peele se encuentre como principal responsable de la puesta en marcha de este reinicio y continuación de la saga de terror de los 90, aunque se ha limitado aquí a las labores de producción y a la escritura del guion en compañía de Win Rosenfeld. Dirige la película Nia Dacosta, que debutó con el filme Little Woods en 2018 y que ha sido reclutada por Disney para dirigir The Marvels, la segunda película protagonizada por la Capitana Marvel de Brie Larson. Este paso a un lado de Peele quizá tenga que ver con la necesidad de dejar fuera de la cinta cualquier apunte cómico, ya que el tono de Candyman siempre ha sido serio y siniestro. La puesta en escena de Dacosta es en cualquier caso elegante y sofisticada, y es quizá lo que mantiene el interés de la película durante todo el metraje.
El filme conserva intacta toda la parafernalia en torno a la leyenda de Candyman, ese asesino sobrenatural con un garfio en la mano que se aparece con solo repetir su nombre cinco veces frente a un espejo, y vuelve a ambientarse en las viviendas de protección social del barrio Cabini-Green de Chicago, solo que en la actualidad la zona se ha gentrificado y acoge a bohemios y nuevos ricos. Un poco de ambas cosas son el artista Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II, visto en la serie Watchmen y en Nosotros) y su pareja, la galerista Brianna Cartwright (Teyonah Parris), que se acaban de mudar a un lujoso loft en la zona. Antonhy se encuentra en plena crisis creativa, pero la visita de su cuñado y un encuentro fortuito con un vecino del barrio (Colman Domingo, de la serie Euphoria) le pondrán sobre la pista de Candyman, al cual convertirá en inspiración para sus nuevas obras. Sin darse cuenta, el artista empezará a abrir la puerta de un mundo que amenazará su propia cordura y desatará una ola de violencia.
No hay nada demasiado original en lo que vemos en pantalla, aunque Nia Dacosta consigue que el filme sea eficaz a la hora de transmitir el mal rollo propio de la saga. Y no lo hace buscando el susto fácil, sino creando a fuego lento una atmósfera turbia e irrespirable, gracias a una paulatina transformación del protagonista que remite a filmes de culto como La mosca (David Cronenberg, 1986). Eso no quiere decir que la película no brille cuando el asesino fantasmagórico hace acto de presencia, aunque la directora prefiere sugerir a través del fuera de campo o valiéndose de espejos que recrearse en la violencia, logrando secuencias impactantes como la del baño del instituto. En cualquier caso, todo conduce hacía un clímax potente en el que la leyenda de Candyman adquiere nuevo significado: ya no vale con aceptar la realidad tras nuestros miedos, ahora toca también confrontarlos.