Un gato ronronea y se solaza sobre el terroso arcén de una carretera. Un coche surca, veloz, la doble línea amarilla que divide la calzada. Una mano nerviosa trata de sintonizar sin éxito una emisora en el radiocasete. Los faros del coche alumbran al gato, que se aparta de su camino. La conductora, una joven morena de tez blanca y ojos titilantes, sigue intentando dar con una estación de radio que se escuche con nitidez mientras fuma compulsivamente. De entre la tormenta de sonidos que arrecia desde los altavoces se distingue un “alguien te llama a casa” antes de que, por fin, Phil Collins unte de crema pastelera la banda de sonido con su Another Day in Paradise. Estamos a principios de los 90 y así empieza Nuevo sabor a cereza, la última creación de Nick Antosca (Channel Zero) en colaboración con Lenore Zion para Netflix.
Intentemos explicarnos Brand New Cherry Flavor (reconózcanme que el título original suena mucho mejor que su traducción) a partir de esta secuencia inicial, presumiblemente banal. Lisa Nova (Rosa Salazar y esos dos imanes que tiene por ojos), una directora novel que acaba de rodar su primer cortometraje (Lucy’s Eye), se desplaza a Los Ángeles para reunirse con el oscarizado productor Lou Burke (Eric Lange) quien, totalmente fascinado por la obra, desea convertirla en un largometraje. Sucede que en la meca del cine el trabajo y el placer no solo no están contraindicados, sino que algunos no dudan en utilizar su influencia para doblegar voluntades ajenas e incluir en la compra de derechos el de pernada. Lisa rechaza las proposiciones de Burke (la frase correcta sería: se desembaraza de) y el productor no vacila en apartarla del proyecto: nada que no les haya pasado a Annabella Sciorra, Daryl Hannah (a la que se menciona) o Ashley Judd.
Una vez asentado el planteamiento ‘realista’ empieza el espectáculo. Lisa, lejos de arredrarse, decide cambiar los términos de la negociación y recalibrar la balanza que mide el poder. Brand New Cherry Flavor podría haber sido la típica producción norteamericana en la que una mujer maltratada por el sistema lucha contra él hasta salirse con la suya (¿les vale Erin Brockovich?), pero Antosca y Zion parecen asumir que elevar la excepción a la condición de ejemplo (es decir, lo que hacía Spielberg en La lista de Schindler) supondría incurrir en una manifiesta traición contra la realidad, así que en lugar de trufar la historia de abogados y marcarse un drama judicial, los guionistas (y la novela original de Todd Grimson en la que se basa, fechada en 1996) recurren a la parábola de corte fáustico para inscribir su relato en distintas tradiciones que se nutren, principalmente, del terror y del fantástico y, en menor medida, del thriller. Lisa requerirá los servicios de Boro (una muy punk Catherine Keener), una bruja con el punto de extravagancia necesario para encajar dentro de esa fauna hollywoodiense siempre ávida de personalidades estrambóticas, para vengarse de Burke. Ese pacto determina que la teleficción se transforme en una aproximación alucinatoria, oscura, decadente y macabra a una fábrica de sueños que, ante todo, es una factoría de pesadillas en serie.
Regresemos al arranque y examinemos los elementos que en él aparecen.
Uno: el gato. Se convertirá en leitmotiv de la narración y se resignificará como figura siniestra. El precio que Lisa deberá pagar para que Boro complete la maldición contra Burke no será otro que parir gatos por la boca (!) para que la oscura sacerdotisa se alimente de su sangre -que también es la de Lisa- y pueda así pervivir: como en la sobrecogedora The Empty Man (David Prior, 2020), aquí la cosa también va de cuerpos que funcionan como recipientes para seres procedentes de otras realidades. En una época en la que el imaginario gatuno se ha convertido en el máximo exponente de lo ‘cuqui’ en las redes sociales, su invocación como material de desecho atenta contra la moral audiovisual imperante. Brand New Cherry Flavor sabe provocar y lo hace a conciencia.
Dos: la carretera. La manera en la que está filmada esa doble línea amarilla y continua remite directamente a Carretera perdida (David Lynch, 1997). No será la única referencia al director de Missoula, pero sí la más directa junto con esos pulgares arriba del zombificado Jonathan Burke (Daniel Doheny) que recuerdan al ya famoso gesto de Dale Cooper (Kyle MacLachlan) en Twin Peaks… Fíjense en los años de producción de las dos obras. Superando la barreras de lo evidente, y asumiendo los parecidos estructurales entre el cine de Lynch posterior a Carretera perdida, no es difícil encontrar en la teleserie de Antosca y Zion ecos de Inland Empire (2006) -allí observábamos la realidad filtrada por la distorsionada percepción de una actriz, aquí la alteración de la cotidianeidad que experimenta una directora; en el filme de Lynch la indesligable fusión entre ficción y realidad, en la serie de Netflix las fauces del fantástico devorando el cine de denuncia – ni tampoco de Mulholland Drive (2001), ya sea por vía geográfica -esa conversación previa al acoso, rodada en una de las colinas desde las que se divisa L.A., con escasa profundidad de campo, las luces de la ciudad como un telón impresionista observado por un miope, el sueño de Hollywood descompuesto- o por vía argumental -la artista que llega para triunfar, las compañías enigmáticas, el futuro que remite al pasado. Sin embargo, esa carretera inicial no solo nos lleva de paseo por la filmografía del director de Terciopelo azul (1986), es, antes que nada, una autopista atravesada por múltiples desvíos referenciales, unas veces indicados, otras no. Los guionistas tachonan de citas cinematográficas el mapa de Los Ángeles como si trataran de convencernos de que las filmografías de David Cronenberg y Paul Verhoeven, de John Carpenter y Dario Argento, de los hermanos Coen o de Nicholas Winding Refn pueden convivir en armonía en esa metrópolis convertida en contenedor simbólico del fantástico.
Esa acumulación de guiños, en ocasiones un tanto impostada pero que, en líneas generales, fluye con soltura, arranca con una cita directa a Cronenberg que luego quedará materializada en imágenes claramente inspiradas en su obra (Rabia, Videodrome, Crash), tales como ese órgano genital que surge entre las costillas y la cadera de Lisa, la del coito postparto o la de la extracción del gusano que trepa por el lagrimal de Burke. Sin necesidad de señal alguna, la impronta de John Carpenter resulta claramente visible en las similitudes temáticas que emparentan al cortometraje de Lisa con la película maldita de Cigarette Burns (2005), pero, sobre todo, en la claustrofóbica composición de los ambientes que señala directamente a esa obra maestra que es En la boca del miedo (1994), todo ello sin pasar por alto esos pasajes iniciales (la gasolinera, el motorista misterioso) que invitan a pensar en el segmento The Gas Station de Body Bags (John Carpenter & Tobe Hooper, 1993). En todo caso, las citas siempre guardan relación con películas fechadas a principios de los 90 o con algunos de sus más eximios antecedentes: valgan los ejemplos de George A. Romero, cuyo estilo Lisa imita en su cortometraje, o menciones quizá menos obvias pero igualmente significativas como esa mezcla entre Thriller (Bo Arne Vibenuis, 1978) y The Image (Michael Armstrong, 1967) sintetizada en la apariencia de Mary Gray (Siena Weber), protagonista del corto de Lisa y trasunto híbrido del andrógino David Bowie de The Image y de la vengativa Madeleine, alguien que, como ella, inicia su particular y sangrienta vendetta tras ver como un proxeneta le vacía un ojo.
El mapa de referencias es inmenso. Se mueve entre lo explícito (cine de los 90 y anterior) y lo alusivo (autores posteriores a la fecha en la que ocurre la historia), va del Zulawski de La posesión (1981) a las turbulencias creativas que refleja Joe Begos en Bliss (2019), de la imposibilidad de completar una obra que se muestra en Barton Fink (1991) y de los ramalazos de humor coenianos a la concepción laberíntica y estupefaciente de Los Ángeles que David Robert Mitchel plasmó en Lo que esconde Silver Lake (2018). El hilo de homenajes puede ir extendiéndose -de Como plaga de langosta (John Schlesinger, 1975) a Los viajeros de la noche (Kathryn Bigelow, 1987) pasando por Aracnofobia (Frank Marshall, 1990)- pero el índice de ejemplos ya es lo suficientemente prolijo como para sedimentar la idea que se pretende transmitir. Ya ven que la carreterita ha dado para mucho.
Tres: “alguien te llama a casa”. Esa frase que se filtra entre el marasmo ininteligible de ondas sonoras que inunda el coche de Lisa resulta, inicialmente, ambigua. En un principio, el llamado puede entenderse como una invitación a cumplir con el destino, como si Lisa viajara a la conquista de ese brillante futuro como directora de cine que sin duda le espera en su nuevo hogar. Además de una parábola sobre los mecanismos que articulan la industria cinematográfica y de una descripción deformada de ese submundo artístico, Brand New Cherry Flavor habla sobre lo complicado que resulta descifrar correctamente mensajes formulados en un código cuya gramática se desconoce o no se conoce bien. En su descenso a los abismos de la brujería, Lisa malinterpreta constantemente las instrucciones que Boro le da: o es demasiado impulsiva, o bien le faltan datos, por lo que sus acciones siempre requieren de operaciones de rescate que eviten un desastre mayor. Sus afanes vengativos, sus ansias por consolidar la posición que se le había prometido, la colocan en un estado de confusión permanente, hasta el punto de que toma a quien es su máximo aliado como enemigo y viceversa. A medida que la historia avanza, y descubrimos las conexiones existentes entre Boro y determinadas leyendas surgidas en territorios amazónicos (Lisa es brasileña), ese “alguien te llama a casa” cambiará de significado: los altavoces no anuncian el final del viaje, advierten sobre la urgencia de regresar al hogar, una vuelta a los orígenes que implica renunciar al sueño del cine.
Cuatro: Phil Collins. ‘Another Day in Paradise’ suena en dos ocasiones, en la secuencia de arranque y en otra especialmente repulsiva situada en el quinto episodio. Más allá de sus aportes contextuales (se lanzó en el 89), la repetición del tema y su transformación en relación con las imágenes a las que acompaña nos llevan a formular una doble lectura. En la secuencia inicial, la letra funciona como síntesis argumental -la chica solitaria y despreciada que no encajará en ningún sitio-, pero en ‘Jennifer’ el tono meloso del que fuera batería de Genesis y ese mensaje destinado a agitar las conciencias (biempensante, amable, de perfil bajo) que ni siquiera Cáritas se atrevería a incluir en un spot, chocan con unas imágenes tan agradables como un maratón de pelis de Jorg Buttgereit.
Los mayores aportes de Brand New Cherry Flavor se encuentran en el modo en que es capaz de dotar de nuevo significado a distintos elementos gracias a una combinatoria muy particular en la que la ironía, la erudición y el amor por el cine de género se intercalan en un torbellino narrativo que, sin embargo, peca de una duración excesiva que desemboca en la reiteración de situaciones, en una suerte de déjà vu superpuestos en los que la chillona colorimetría, las angulaciones forzadas o los planteamientos dramáticos terminan por agotarse a base de repetirse. Piensen en la difícilmente explicable relación que mantienen Lisa y Burke, toda vez que en el episodio inicial se produce entre ellos una ruptura insalvable, detonante del conflicto principal. Entonces, ¿por qué siguen quedando constantemente? A poco que uno hurgue en cada una de esas citas -que no son pocas- se dará cuenta de que ni están justificadas, ni son acordes con las motivaciones de los personajes y que, sobre todo y en bastantes ocasiones, juegan a favor de obra (por ejemplo: esa entrega voluntaria del vello púbico de Burke a Lisa).
Esas idas y venidas también son aplicables al resto de personajes -los matones, los compañeros de piso, etc.- y, pasado el ecuador de la serie, la sensación de forzada elongación de las tramas -los flashbacks entran en juego a partir del quinto episodio- ya no nos abandonará jamás. La teleficción de Netflix, estrenada el pasado 13 de agosto, hará las delicias de los amantes del body horror, de los adictos a la nueva carne y de los enciclopedistas del fantástico. Cierto es que, a veces, esa yuxtaposición de motivos y subgéneros -la casa encantada, el cuento gótico, la brujería, los zombis, el slasher, el gore, el torture porn- y, por lo tanto, también de autores y de obras, se torna excesiva y un tanto ampulosa (quizá insufrible para los no iniciados).
Aunque alargada en exceso, Brand New Cherry Flavor funciona como lúdica alegoría sobre los orígenes del #MeToo y se sirve del género para plantear una alternativa impensable en clave realista: no olvidemos que, en el mundo real, la batalla de Lisa contra Burke ha tardado más de 30 años en ganarse (la misma distancia existente entre el año de producción y el periodo en el que se ambienta el relato), siendo, en todo caso, un triunfo parcial habida cuenta de lo complicado que es para muchas mujeres denunciar este tipo de delitos y del escaso respaldo judicial que reciben después de pasar por un proceso de exposición pública en el que las denunciantes quedan inmediatamente cubiertas por el velo de la culpabilidad (¿por qué no lo dijo antes? ¿qué pruebas tiene, acaso no es su palabra contra la del otro? ¿por qué ha llegado a un acuerdo económico?).
Pese a sus notorios desajustes y pese a que el sabor a cereza tenga poco de nuevo, la teleserie de Antosca y Zion se impone por su cachondo potencial metafórico: un productor que termina ciego, otro que afirma que en lugar de talento tiene dinero, un Globo de Oro agujereado por una bala, una prometedora estrella del cine devorada por una jauría de zombis, dos futuribles mentores (Burke y Boro) que solo buscan sacar partido de sus pupilos… Bienvenidos, una vez más, a Hollywoodland.