Por motivos evidentes, la tumultuosa exigencia de lo cotidiano nos aleja del sosiego de la reflexión. Empujados hacia delante por la tiranía de los compromisos diarios a duras penas recordamos quiénes somos, donde los años de la infancia se erigen como la época más olvidada, quizá por razones biológicas o meramente evolutivas. Sin embargo es posible rescatar de la memoria —y de álbumes de fotografía añejos— momentos vitales de nuestros primeros años en este planeta, momentos que esculpieron nuestra personalidad y que ayudan a entender mejor quiénes somos. Eso ya es una buena razón para echar la vista atrás.
El cómic autobiográfico de Catherine Meurisse Los Grandes Espacios puede ser muchas cosas, pero si en algo destaca es por actualizar el hecho de haber sido niños. Aquí se retrata la belleza de la infancia nacida del descubrimiento inesperado y la ingenuidad atrevida. La convivencia se transforma en el motor de la aventura, de la camaradería incuestionable, de las travesuras encubiertas. Confabulaciones de chiquillos arrancan una sonrisa a estos rostros nuestros, acartonados por la luz azul del ordenador, tan necesitados de rememorar aquello que sin lugar a duda fuimos: inocentes exploradores armados de astucia para encontrar el último trébol de cuatro hojas, la tumba secreta y la oculta pisada ancestral.
Páginas empapadas de ironía y ternura revelan el atractivo de bosques, casonas y jardines. Entre coloridos dibujos y ágiles trazos de caricatura, los protagonistas (la autora y su séquito), retozan entre los espacios rurales que arroparon sus años infantiles al tiempo que los protagonistas empiezan a tropezar con las primeras exigencias de la madurez.
Si algo tiene cualquier obra de Catherine Meurisse es la capacidad de hacerse cómplice del lector, de seducir con la sencillez del trazo y la humanidad del relato. Y un pellizco de nostalgia te asalta añorando la vida sencilla de la niñez.