Ella, la amada triste, tenía los ojos de oro, el alma en desvelo y el corazón inmóvil. Su cuerpo ávido le olía a mar rizado. A él, la vejez le ha convertido en una pavesa imperceptible. Por eso escribe versos metafísicos, poemas ontológicos que carecen de temblor lírico, acosados por el pensamiento profundo y la lluvia incesante de una cultura abrumadora que gotea nombres de escritores clásicos, de científicos sabios, de inolvidados músicos, de desconocidos artistas, de cineastas célebres, de políticos y emperadores.
En Después del Paraíso (Visor), Luis Alberto de Cuenca no deja resquicio para la compasión. Devuelve a los hombres al sendero de los dioses extinguidos, al mar que lame como un perro de aguas eternas las orillas de arena, los melancólicos recuerdos, los fuegos fatuos y los fantasmales eneasílabos.
El poeta huye de su casa y la contempla en la lejanía como un islote de luz en el océano de la negrura inextinguible. Escucha la voz de la amada, hundida en el pozo del ser y del haber sido y se impregna del hechizo de la prosa de Platón que destila poesía exacta. Sabe que la muerte le llama desde la oscura penumbra del más allá, pero todavía cree en la alegría del amor para sortear el laberinto de la soledad. Para él, el mundo fue una bola incandescente, un sol en miniatura, el simulacro del infierno cristiano. Y sus llamas son las feroces mensajeras del amor que gobierna sin piedad el universo de nuestros sentidos.
El poeta está seguro de que los juramentos del amor perpetuo se escriben en el agua y valen lo mismo que un estante sin libros. Su vejez sonríe al mundo desde su aceptación de la catástrofe. Su viaje hacia el invierno se ha detenido en un otoño que deslumbra y al contemplar la altiva belleza de la amada le envuelve el feérico perfume de su cuerpo que huele a hadas infantiles, a gnomos intocables y que atisba feliz la vida eterna. Cita entonces a Gil de Biedma, entre las ruinas de la inteligencia, y afirma que envejecer, morir, es el verdadero argumento de la vida. Ha nevado ya sobre el pelo del poeta y su rostro es un mapa de arrugas, aunque la enfermedad de amar afecta sobre todo al alma.
Luis Alberto de Cuenca recita ahora en silencio poemas contra la oscuridad y siente a veces un pánico cerval porque habita la región desconocida donde impera la muerte, donde gimen dioses de una belleza que no es patrimonio de los vivos, mientras las lágrimas acuden al rostro anciano donde se mezclan la amargura y la nostalgia. Siente todavía el loco amor de filos agudísimos que penetra en la carne y amenaza con quedarse en el alma para siempre mientras Sigfrido se baña en la sangre del dragón. Recuerda entonces el Colegio del Pilar en la calle Castelló donde ensayaba a Macbeth y canta la gloria del dios Atón que devastó a los sacerdotes del politeísmo y se hizo, con el faraón Akenatón, dueño fugaz de Egipto, al fondo Nefertiti, la mujer definitiva que pisó con su calcañar la luz del día, condenando a muerte a las tinieblas.
En el mágico estanque de los ojos amados cabe todo el mar. Y también el grito de Gilgamesh, el asombro de los Nibelungos, y Shakespeare y Goethe enteros, la tempestad lívida de Virgilio porque no hay nada en Ilión, en el Epiro, que no sea recuerdo de la muerte, la que vive en el verso de la Iliada o en los mágicos hexámetros de la Eneida. Pero llueven ya sobre su corazón les feuilles mortes de Prevert, cuando llama a su puerta Jorge Luis Borges abrazado a la vasta y vaga y necesaria muerte.