“Llegué a la literatura por la aventura, porque pensaba, siendo muy niña, que los libros que leía eran las vidas reales de sus protagonistas”, reconoce emocionada Nélida Piñon (Río de Janeiro, 1937). “No imaginaba que podían ser un producto de la imaginación. Fue leyendo las novelas del Oeste de Karl May, a los diez años, cuando advertí que el narrador podía moldear la realidad con su imaginación, que no era un privilegio escribir, que podías crear mundos de la nada. Y eso me convirtió en escritora”, recuerda.
Cálida, de risa generosa, y con una plasticidad sensual al usar las palabras que muestra su intención de hallar siempre el vocablo preciso, sea en portugués o en un español que domina con un gracioso acento cantarín, la gran dama de la literatura portuguesa se encuentra en nuestro país presentando su novela Un día llegaré a Sagres (Alfaguara), una bella metáfora de la historia portuguesa narrada por Mateus, un campesino bastardo de una pequeña aldea del Miño que a mediados del siglo XIX decide recorrer Portugal de norte a sur en busca de las huellas del glorioso pasado aventurero del país y del legendario infante Enrique el Navegante.
En proyecto desde 2004, la escritora reconoce que tuvo que ir posponiendo el viaje de documentación a Portugal, donde ha vivido el último año por un sinfín de motivos. “Históricamente ya tenía todo en la cabeza, pero quise ir a Portugal para visitar muchos lugares y buscar un sentimiento secreto de la lengua, los murmuros que quizás aún sobrevivieron a los siglos, porque quizá alguien aún habla hoy como Camões, como un campesino del siglo XVI”, explica. Un esfuerzo que se aprecia en la cuidadosa reconstrucción de una epopeya inversa que, entre otras muchas reflexiones tocantes a nuestro presente, ensalza la historia del país vecino. “Con su audacia y su locura, los portugueses cambiaron, fomentaron y enriquecieron la imaginación del mundo. Cumplieron, sin duda, una de las vías de la imaginación del mundo. Quería contar la historia de esta deslumbrante aventura humana”.
Pregunta. ¿Cómo nace esta idea de revisitar la historia de Portugal, qué pretendía hallar en su pasado?
Respuesta. La historia de alguna manera está en mi origen porque desde niña tuve la sensación de pertenecer a dos culturas, una idea que me liberó para invadir todas las civilizaciones, desde Homero a hoy. Portugal, evidentemente también, porque soy heredera de la lengua portuguesa. A los diez años me trajeron para España y pasé en Galicia casi dos años. Desde allí viajaba mucho a Portugal, que ha sido una fuerte presencia en mi vida, sobre todo por el privilegio de la lengua, que me enamora aún hoy. Conocer la historia de Portugal siempre me inquietó y me fascinó. Cómo un país tan pequeñito se hizo colectividad y se convirtió en una nación tan poderosa con esa apasionante atracción por el mar, especialmente por el Atlántico. Cómo es posible que campesinos, marineros, gente rústica, hayan dominado los mares, algo que muy pocos consiguieron… Fue un milagro. Seguir las huellas del portugués en oriente o en América es emocionante.
P. La historia habla de grandeza y de un pasado glorioso, pero está narrada por un protagonista pobre y campesino, y la miseria es un elemento común en ella. ¿La historia de un individuo humilde es mejor que la gran Historia y las listas de reyes y nobles para contar el pasado?
"La gente pobre, especialmente la de las aldeas, tiene una inteligencia natural, libre de artificiosidad, de arrogancia y de falsa erudición"
R. Yo he visto la pobreza, sobre todo interior de Brasil con mis abuelos, y conocí la pobreza de Galicia y también la portuguesa. La España y el Portugal que yo viví de niña era de una miseria absoluta. Y ambos países consiguieron que sus habitantes se puedan permitir el lujo de la elegancia, de la higiene, de la cultura. Ha habido un cambio extraordinario en el mundo. No obstante, pienso que la gente pobre, especialmente la de las aldeas, tiene una inteligencia natural, libre de artificiosidad, de arrogancia y de falsa erudición. Yo soy una intelectual, claro, pero creo que el intelectual, y cualquier persona, necesita cuidar de su alma, sobre todo en relación al otro. Y no pensar que sus puntos de vista son sobresalientes, superiores al de alguien de pocas letras o analfabeto. Siempre defendí que el analfabeto pudiera votar, porque tiene un sentido de la historia que ya hemos perdido. La gente más tradicional tiene en su espíritu la historia del mundo. Me acusan de sofisticada, pero yo querría ser una campesina. Sacrifico el lujo por mi concepto de la gente del pueblo. Entonces, quién podría mostrar mejor la grandeza súbita de Portugal que alguien como Mateus, condenado por el mundo al olvido, que ni siquiera tiene importancia para sí mismo. Sólo puede salir de eso cuando un modesto profesor de pueblo le enseña que es hijo y heredero de la grandeza, que su país modesto y pobre ha tenido gloria. Él es el heredero de ese Portugal, que se hizo con la sangre y el sudor de sus antepasados, y no los reyes.
Un mundo sin epopeyas
P. Precisamente, Mateus encarna también una herencia cultural. En este contexto que vivimos de desprecio por las humanidades, ¿qué peligro tiene olvidar que un país es la cultura que hereda, la historia que lo ha conformado?
R. Un peligro absoluto. Lo que está pasando con este delirante apogeo de la tecnología es un desprecio por la gran cultura, especialmente por la tradición. La tradición no es el inmovilismo, no es el desprecio por lo que viene mañana, por la capacidad inventiva. Sino que la tradición está presente en la contemporaneidad. No podemos sustentar lo que construyamos hoy sin los fundamentos de la tradición. ¿Cómo podrían ustedes hoy escribir un gran español sin saber lo que decía Nebrija? Hay una frase suya que la RAE debe tener mucho en cuenta: "a dónde va la lengua le sigue el imperio". El idioma es poder. Por ejemplo, en los Estados Unidos de hoy, como no hay una lengua oficial, el español tiene un poder impresionante. Don Víctor advirtió esto y conectó todas las academias de la América hispánica. El idioma es poder. Y en este sentido, Mateus tiene un concepto de la cultura que le hace heredero de todo lo precedente.
P. Justamente en el libro despunta la figura tutelar de Camões. ¿Cuál es su legado? ¿Qué cree que escribiría hoy el autor, cómo serían los Lusíadas del siglo XXI?
R. Camões, más que creación, establece el equilibrio de una lengua, hace que ella ceda lo más pujante que tiene el idioma a cada uno de sus hablantes. En este sentido es fundacional. Sin embargo, creo que hoy en día su obra no me atraería tanto. De Camões me fascinan sus epopeyas edificantes, pero hoy en día ya no existen. ¿Cuál sería la epopeya de hoy, el rock and roll? Mira la cosa terrible que voy a decir: quizás esta tragedia de la pandemia sí se convierta en una epopeya narrativa, pero no creo que igualemos a Boccaccio. No obstante, creo que siempre hay aventuras. Por ejemplo, esa mitología norteamericana de la Ruta 66 y el mundo de En el camino de Kerouac. Aunque no veo similar a ese momento en la juventud actual, no me atrae nada el mundo actual. Quizás hoy somos muy arrogantes al pensar que hemos creado un mundo nuevo y no estamos abiertos a ese tipo de viajes.
"Hoy en día no hay espacio para las grandes epopeyas. Quizás somos muy arrogantes al pensar que hemos creado un mundo nuevo"
P. El mundo que narra la novela, ese pasado campesino, está hoy desaparecido. ¿Qué tuvo de bueno y de malo la pérdida de esa manera de ver y vivir el mundo?
R. Volver a aquella miseria sería imperdonable. Pero yo realzo que aquella pobreza tenía una nobleza, una especie de utopía. Mi protagonista, por ejemplo, tiene el sueño de conocer al infante Navegante, es un peregrino, como Ulises, que hace su historia caminando, como diría Machado. No sé hasta qué punto hoy hacemos historias obligatorias, vivimos una vida mucho más condicionada e incluso necesitamos sobreponernos al otro para vivir. No creo que la historia hoy sea grata, pero a la vez no puedo cancelar la capacidad de innovar del hombre, que es un creador. No tiene miedo de nada, porque es un superviviente. Quien tiene que luchar por el pan no puede tener miedo, porque tiene que sobrevivir todos los días.
P. Su novela afirma que el hombre, al igual que el mundo, es carnívoro. ¿Es posible que dejemos algún día de devorarnos?
R. No lo sé, pero está en nuestra naturaleza. Para dejar de serlo, hay que luchar mucho contra tu violencia, tu egoísmo, ser un poco ascético, como los Padres del Desierto, que creían que alejarse del pecado era acercarse a Dios. Siempre ha habido en la historia una noción del pecado que decía que para combatirlo había que tener una noción de santidad. Esto ha desaparecido actualmente, la gente se preocupa mucho en beneficiarse a toda costa. Aunque hay mucha gente generosa también. Es un combate permanente entre el bien y el mal. Hay que dominar esos dientes afilados, que son nuestras almas. En nuestro tiempo este tema es delicado porque por primera vez en la historia ya no hay un Dios, ese que de alguna manera trataba de frenar nuestros impulsos violentos y crueles. Ahora que Dios se ha eliminado, es poco elegante hablar de él, no tenemos muchas reglas y normas morales. No sé si es algo libertario, pero creo que no completamente, pues no sé si esta libertad mantiene en nosotros la noción del deber humanitario.
Disparates de la historia
P. También puede verse la novela como una crítica al nacionalismo exacerbado, a la tergiversación y blanqueamiento de la historia en favor de una imagen mejor del pasado. ¿Es posible borrar o alterar lo ya ocurrido?
R. No se puede ni se debe rectificar la historia, porque somos herederos de esos hechos del pasado. Si tienes una herencia no puedes echarla por la ventana, debes conocerla a fondo, hacer que los aspectos crueles de la historia nos hagan mejores hoy. Es por eso que hay historiadores. Es un disparate eso de apagar la historia. Por ejemplo, borremos el siglo XVI. No se puede quedar vacío. ¿Qué ponemos en él entonces? ¿Lo analizamos y rellenamos desde nuestro siglo XXI? Son disparates… Los historiadores nos van educando y enseñando. No hace falta que gente sin ninguna formación y con intereses espurios la reinventen. Y además es peligroso. No se puede apagar el pasado ni rectificarlo, sino estudiarlo para evitar repetir los errores.
P. Sin embargo vemos en todas partes que el poder, los políticos, no siguen esa premisa, y hacen mal uso de la historia constantemente…
"La literatura tiene una función pedagógica para el lector, pero también para el escritor. Educa. Y educar es reconstruir, hacerte una persona mejor"
R. Los políticos no conocen ni tienen en cuenta la historia, para ellos solo es autorreferente, la que están haciendo, porque únicamente piensan en sí mismos. Escriben su propia historia, que nosotros tenemos que destrozar y corregir. Hoy en día, en todas partes, no tenemos estadistas, grandes hombres de Estado. Gente que piense primero en el pueblo, en la grandeza de un país, como hizo, por ejemplo, Churchill, que, con todos sus defectos, hizo todo por su pueblo. Los políticos son intrascendentes, pero de vez en cuando hay que hablar de ellos para colmar su vanidad, para que piensen que tienen relevancia.
P. ¿Puede la literatura combatir esta visión interesada y sesgada creando memoria colectiva? ¿Es su papel hacerlo?
R. Desde luego, lo hemos visto mucho en Latinoamérica con los libros sobre los dictadores de varios escritores. La función de la literatura a nivel histórico es crear contrastes, generar relato, explicar cómo vivía la gente de determinada época. Yo soy una mujer que fui plasmada por mis conocimientos. La cultura que he ganado, que siempre me parece poca, viene en su mayor parte de mis lecturas. La literatura tiene una función pedagógica para el lector, sí, pero también para el escritor. El texto al que apenas estás dando vida te habla y dice “Nélida, escucha”. Y tienes que escuchar. Me educa. Y educar es reconstruir, hacerte una persona diferente a la cual se fueron adicionando muchos elementos que la mejoran, porque si la educación no tiene una función correctiva, es una falla.
P. La novela se posiciona constantemente en contra del poder y usted reivindica la vida humilde y sencilla de la gente de a pie, ¿qué importancia le da al éxito literario, a los laureles y reconocimientos?
R. Hay gente muy hechizada por los éxitos y el boato, que vive un infierno constante en busca de la gloria. En mi caso, yo no cargo con mis trofeos, he sido educada para olvidar esa parte en cuanto sucede. No puedo olvidar que los tengo, pero estoy entretenida con otros aspectos de la vida, disfruto mucho de hablar con la gente, de las cosas sencillas. Podría hablar horas sobre un pan de broa, que me recuerda a mi infancia en Galicia. Valoro mucho más un pan que un premio. Mi protagonista debe vivir toda su vida persiguiendo la quimera de los poderosos, su senda en la historia, para descubrir que los verdaderos héroes son la gente común, los que trabajan día a día.
Una literatura irreductible
Este desapego por la fastuosidad queda patente en la concepción que la escritora, que acaba de recibir la nacionalidad española hace unos días, tiene de la literatura. “Como novelista tengo la obligación de imaginar que he invadido la historia a través de mi percepción, de mi sensibilidad y de mis lecturas. Crear es un riesgo inmenso. Quien debe decir si logré algún resultado es el lector”, afirma. “Desde niña nunca he rasgado una hoja de papel. Tengo un respeto, una paciencia… Cada vez que hago una frase, incluso mala, siempre pienso que de ella saldrá algo mejor. El fracaso no me va a derrumbar, porque estoy presta a dar mi vida para hacer una literatura tan buena como imagino que puedo hacer. No me rindo”.
"El fracaso no me va a derrumbar, porque estoy presta a dar mi vida para hacer una literatura tan buena como imagino que puedo hacer"
Desde ayer, una parte significativa de la trayectoria creativa de la escritora brasileña descansa en la cámara acorazada 1261 de la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, donde Piñon, la primera autora en portugués en hacerlo, ha depositado una primera edición de su primera obra, Guía-mapa de Gabriel Arcanjo (1961), así como el manuscrito de su novela La república de los sueños (1984), novela ambientada en Galicia que conecta con sus raíces españolas.
También ha guardado para la posteridad fotografías, otros textos y muchos discursos, casi todos en español, como el de la recepción del Premio Príncipe de Asturias 2005, así como plumas de escribir que pertenecieron a su padre y a su abuelo, el abanico de su madre y su abuela, marcapáginas o un muñeco de Popeye con el que su madre le animaba a comer en su infancia. “Huellas que uno va dejando sin tener noción de lo que está haciendo", ha explicado la escritora, que se ha definido como "una nostálgica y una sentimental, aunque también una mujer de gran disciplina".