Arte

La caverna de James Coleman

James Coleman

14 noviembre, 1999 01:00

Fundación Antoni Tàpies. Aragó, 255. Barcelona. Hasta el 9 de enero.

Manuel J. Borja-Vlllel, comisario de la exposición, aludía a una imagen clave que nos servirá de introducción: Duck-Rabbit (1973), un juego visual ambiguo que al tiempo puede representar un pato y una liebre; que se vea una cosa u otra depende del espectador. El autor ha creado intencionadamente un estímulo incierto y al espectador le corresponde codificarlo o atribuirle un sentido determinado. Esta imagen doble del pato y la liebre a la vez expresa didácticamente la base sobre la que se fundamenta la obra y la ambición de Coleman. En muchas obras del arte del siglo XX se pretende que el espectador les atribuya sentido con su propia subjetividad e imaginación: la obra aparece abierta a multitud de interpretaciones, como un libro en blanco que el mismo espectador ha de escribir. Ya Hegel decía que la obra es esencialmente una pregunta, es decir, la obra de arte no formula respuestas, sino interrogantes a quien mira, y es en este sentido que se desarrolla la obra de Coleman.

La sala de exposiciones se ha transformado en una sala oscura, ya que prácticamente en su totalidad las obras consisten en proyecciones de diapositivas o filmes que se repiten sin fin: una especie de caverna platónica con muchas connotaciones, misterio, concentración, iniciación, etcétera. En un principio, las obras de Coleman motivan extrañeza. Pero se trata de una extrañeza intencionada. He aquí algunos de sus procedimientos: imágenes dobles, repetición, disociación entre imagen y texto, ausencia de traducción, etcétera; todo ello procura una sensación de hermetismo general. Pero esta dificultad o incomodidad de aproximación es una estrategia de producción de sentido. Y es que cuanto más ininteligible sea, mayor será la satisfacción cuando se ilumine. En un principio uno tiene la sensación de incomprensión, luego va aflorando sentido. Claro está, para quien tenga la suficiente paciencia e imaginación como para dejarse impregnar por la obra y el contexto.

Ahora bien, la ambigüedad, como el silencio, es sospechosa de una ocultación. Sería ingenuo definir la obra de Coleman simplemente como un estímulo para provocar evocaciones o sugerencias. Hay algo más. De la misma manera que el método paranoico-crítico de Dalí se ha interpretado como un camuflaje que encubría un secreto, me pregunto si esta oscuridad y estas obras equívocas esconden algo subterráneo. Significativamente, Coleman insiste en determinados temas, por ejemplo la voz; no hace falta recordar que la voz es la expresión inmaterial del cuerpo y de ahí sus connotaciones eróticas, más aún cuando se trata de una voz de niños y adolescentes. Esta fascinación por este tipo de voces, ¿no se tratará de lo innombrable o del tabú? ¿Acaso aquello que no se puede revelar no adopta una forma ambigua entre lo dicho y lo no dicho? Sea como sea, un fantasma habita en los pliegues de la ambigüedad, la ambigüedad como disimulo de lo inconfesable.