Arte

Carlos V ¿Mecenas de las artes y las letras?

El viernes se inaugura en granada la primera de las exposiciones españolas del centenario del Emperador

12 abril, 2000 02:00

Algunas de las ciudades más importantes en la vida cultural y política del reinado de Carlos V acogerán a lo largo del año exposiciones que abarcan todas las manifestaciones artísticas, de la arquitectura a la orfebrería. Fernando Marías se enfrenta a los mitos historiográficos sobre el activismo cultural del emperador, sujeto en el ámbito de las artes más a los deseos ajenos que a los propios.

Con la exposición Carlos V, las armas y las letras, que se inaugura el viernes en el Hospital Real de Granada, se inicia la serie de muestras que la Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V ha preparado en nuestro país, pues ya se abrió hace pocos días en Bolonia la titulada La imagen triunfal del emperador. A éstas dos seguirán las que se dedican a El arte de la plata y de las joyas en la España de Carlos V (La Coruña), La fiesta en la Europa de Carlos V (Sevilla), Carlos V, la náutica y la navegación (Pontevedra), El linaje del emperador (Cáceres), Carolus (Toledo) -como versión propia de las celebradas con el mismo título en Gante, Bonn y Viena- y, por último, Cataluña y las Coronas Hispanas cuando Carlos V sólo era Carlos I (Barcelona). Como es bien sabido, casi huelga señalarlo, el que había de ser el rey de España en 1517 y el emperador Carlos V en 1519 nació en Gante en 1500; quinientos años más tarde nos disponemos a conmemorar su nacimiento, mientras que hace dos recordábamos, en cambio, la muerte de su hijo Felipe II.

Mitos historiográficos

Conmemorar el pasado no supone rememorar colectivamente unos hechos en los que tengamos que reconocernos por completo, sino ser conscientes de que, a pesar de los cambios que desde entonces han tenido lugar, todavía encontramos ámbitos en los que nos podemos complacer, con los que nos podemos congratular, especialmente en una época como la nuestra en la que hemos aceptado que no tiene por qué gustarnos toda nuestra historia. A comienzos del siglo XXI parece ridículo contemplar de forma acrítica, por complaciente, un período de la historia cuyos triunfos y glorias se basaban en una hegemonía política que se sustentaba sobre el uso de las armas y el ejercicio de la guerra; el usual aislamiento de los aspectos más amables y hoy políticamente correctos -olvidándonos de sus facetas oscuras, aunque pudieran también ser fascinantes a pesar de su incorrección- aboca a un ejercicio de autocomplacencia y desvirtuación con respecto al pasado, que no sólo parece ingenuo sino incluso banal; la realidad, siempre terca, particularmente la histórica, termina alzándose por encima de cualquier tipo de mixtificaciones; y desde luego no contribuimos a combatir los nuevos mitos historiográficos que actualmente se están construyendo en nuestro país con la renovación/adecuación de los viejos.

No se debiera, por lo tanto, hacer presente del pasado, convertir en seres contemporáneos a los personajes pretéritos, suponiéndoles adelantados de comportamientos o intenciones actuales. Nada más lejos de la realidad que un Carlos V como abanderado avant la lettre de una unidad europea que no pudo existir sin Napoleón, el romanticismo y la eclosión de los estados nacionales y la II Guerra Mundial, que nada tiene que ver con la que recorrió incansable -de occidente a oriente y de norte a sur- Carlos de Habsburgo. Tampoco debiéramos convertir nuevamente, en este caso al padre, en un héroe cultural, en un mecenas de las artes y las letras, aunque éstas pudieran al mismo tiempo florecer y dudemos todavía si situar ya en su reinado el Siglo de Oro. El que se nos lo haya presentado así poco después de su muerte -de Ludovico Dolce a Francesco Sansovino- nos habla más de la mentalidad de los italianos en materia de halagos que del césar.

Crónicas de actualidad

ésta suele ser una opción recurrente en materia de exposiciones, que suelen convertirse en muestras ilustrativas del arte de la época; cuando se quiere visitar el pasado y hacerlo con el bagaje intelectual de la cultura que se quiere traer al presente, se tiende de forma maniquea a separar exposiciones históricas y exposiciones artísticas, utilizando un baremo de lo estético que choca con la escala de valores de la propia época que se intenta recuperar; parece que aquéllas debieran concentrarse en la muestra de una cultura material y documental, mientras que las segundas tendrían que adaptar su selección de piezas a lo que hoy se considera arte con mayúscula. Olvidamos la importancia real que las imágenes, al margen de las categorías que habitualmente empleamos hoy en su valoración y clasificación museográfica, tuvieron en la construcción -y no en la mera ilustración- de la cultura que las produjo y a la que estaban dirigidas. La belleza y el interés visual no han residido sólo en los cuadros de Tiziano o los bronces de Leoni, sino también -y de ello eran sus autores absolutamente conscientes- en las crónicas de actualidad de sus estampas políticas o en los tenebrosos cañones con que se ganaban las batallas; y una de las funciones que debieran tener las exposiciones es, no sólo mostrar piezas consagradas, sino enseñar a encontrar una belleza insólita en lo desacostumbrado y el interés, político y visual, de la acción representada en lo que eran simples hojas volanderas.

Carlos V fue primordialmente un soldado y un político del siglo XVI; cuestiones como si era un hombre medieval o renacentista no tendrían para él ni para sus contemporáneos demasiado sentido, aunque retara sucesivamente a Francisco I a singular combate, de acuerdo con los códigos de la caballería y del honor, pues convertiríamos en medievales a todos los duelistas de la historia.

El uso de las imágenes

Como hombre de su tiempo, vivió con las imágenes -más que con el arte-, las usó para tener control de sus posesiones y los campos de batalla, para recordar a sus parientes, para ayudarse en sus oraciones; usó de la arquitectura para fortificarse y habitar con comodidad y lujo, pero tardó veinte años en iniciar una campaña arquitectónica que modernizara los palacios españoles, tras aprender en Italia que la arquitectura y la decoración podían tener otras funciones. Sólo al final de su vida, tras la batalla de Möhlberg y ante la perspectiva de la cincuentena, comenzó a darse cuenta de la necesidad de cuidar su propia imagen para la posteridad, no solo la artística y en términos de autorrepresentación, sino fundamentalmente la histórica, en los términos literarios de la crónica y en la que él mismo intentó dar su propia versión a través de sus tardías, y muy olvidadas, Memorias.

Como emperador, rey y señor de muy diversos territorios, Carlos V se convirtió desde niño en un objeto "plural" de la representación figurativa de una multitud de intereses; catalizó la imaginación y precipitó una pluralidad de imágenes, jamás una sola, que lo tenían como tema y como destinatario de los deseos ajenos más que de los propios, desde los de la hermana María de Hungría a los de las ciudades que lo recibían con arcos triunfales y lo adulaban con palabras e imágenes, distintas si lo acogía el municipio sevillano en 1526 o el Papa en Bolonia en 1529. Otra cosa muy distinta es que fomentara (¿cuántos libros se le dedicaron en Europa?) los cambios culturales, y artísticos, en sus territorios, o disfrutara del placer estético del arte. Antes de sus años finales, Carlos sólo parece haberse interesado personalmente por tener a su lado, más que a Tiziano, a los pintores Jan Vermeyen y Hermann Posthumus en la expedición de Túnez de 1535, o al pintor y cartógrafo Cornelis Anthoniszoon en 1541 en Argel, para que dieran -y el resultado también fue plural- testimonio fiel de las victorias de sus ejércitos más que de sí mismo.