Image: Un museo para Valladolid

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Arte

Un museo para Valladolid

5 junio, 2002 02:00

Susana Solano: Tri-Ciclo-Clinicum, 1986

Tras dos años de trabajo, hoy se abre al público en Valladolid el Patio Herreriano. Desde las vanguardias históricas hasta la actualidad; de óscar Domínguez a Rogelio López Cuenca, se han seleccionado 280 obras de las 851 que componen la Colección Arte Contemporáneo para contar (y revisar) la historia del arte español del último siglo. Con este recorrido por las nuevas salas damos la bienvenida al museo.

Dicen los coleccionistas que el destino natural de una colección es el museo. Coinciden en ello con los museólogos, que explican que el museo moderno, desde sus orígenes en el siglo XVII, representa la herencia del coleccionismo. Fiel a esa línea, se inaugura ahora como museo la colección reunida por la Asociación Colección Arte Contemporáneo, entidad fundada en 1987 e integrada por 23 empresas, que viene desarrollando su actividad no sólo como una actuación de mecenazgo, sino también de participación en la esfera pública de nuestra sociedad. El fondo adquirido comprende actualmente 851 obras (293 pinturas, 121 esculturas y 437 obras sobre papel), y se orienta a documentar la vinculación de nuestra práctica artística con la dinámica de la modernidad, desde el tiempo de entreguerras hasta hoy.

Para que esta colección culminara su proyecto de convertirse en museo, ha resultado fundamental el convenio firmado con el Ayuntamiento de Valladolid, por el cual la Asociación ha cedido en comodato sus fondos al Ayuntamiento, al tiempo que éste ha dotado a la ciudad de un nuevo museo, Patio Herreriano Museo de Arte Contemporáneo Español, rehabilitando el formidable espacio arquitectónico del claustro principal del Monasterio de San Benito el Real de Valladolid, o sea, el llamado Patio Herreriano, construido en estilo clasicista a finales del siglo XVI según las trazas del arquitecto "palladiano" Juan de Ribero Rada, edificio histórico que ha sido ahora ampliado con una ala de nueva planta.

Atendiendo al diálogo entre la colección y los ámbitos arquitectónicos, la impresión primera que produce la visita es de gran fluidez en los espacios y de remarcada claridad en los tránsitos de luz. No se producen tensiones entre contenedor y colección, pese al carácter persuasivo de esta fuerte arquitectura. Y, en cuanto al sentido de la colección, la impresión global es la de una búsqueda que se desarrolla entre el rigor y la emoción. El rigor se desprende del método seguido en sus adquisiciones: la Colección Arte Contemporáneo, siendo un proyecto de mecenazgo empresarial, se viene produciendo al hilo de un plan director "profesoral" (su comisión de adquisiciones la integran los profesores Bonet Correa, Marchán Fiz y Valeriano Bozal). La relevancia intrínseca de las obras y su valor representativo son criterios determinantes para sus adquisiciones. Y en lo que respecta a la emoción (y no es común en los museos encontrarse con un recorrido general que resulte emocionante, es decir, de interés expectante y de intensidad mantenida), el acierto se debe a la selección efectuada por María Jesús Abad, directora del museo, para esta ocasión de su presentación como discurso museográfico.

Ahora bien, la exhibición selectiva de la colección pone al descubierto lo difícil que resulta formalizar con las obras hasta ahora reunidas un corpus que represente con continuidad la intensa y ramificada historia del arte español dentro del contexto de la modernidad. Así, el discurso resulta incompleto, con lagunas importantes (desde las ausencias de Picasso y Dalí, hasta la falta de nuevas tecnologías), y su panorámica aparece minada en determinados casos por obras no suficientemente representativas. Es lógico que sea así en una colección que, a los quince años de iniciarse, está todavía en fase de formación. Al mismo tiempo, el conjunto declara las preferencias que lo distinguen: su interés por la escultura y el arte objetual, así como por el dibujo y la obra sobre papel.

En consecuencia, el aspecto museológico que se considera prioritario en Patio Herreriano está orientado, hoy por hoy, justamente a ofrecer un museo de la sensibilidad moderna, más que un museo "histórico" del arte español de vanguardia, aunque sin renunciar por ello a presentar un esbozo interesante de la trayectoria general del arte de las poéticas vanguardistas en España.

Esa trayectoria se inicia ofreciendo -en la sala primera- un abanico de las diversas alternativas de la dinámica de nuestro arte de entreguerras: desde el "vibracionismo" -confluencia del cubismo con el futurismo- de Rafael Barradas (representado por una pieza "histórica", Calle de Barcelona, 1918) y desde el constructivismo de Torres García, hasta el riguroso estudio estructural de la singular y abstracta Composición cubista, 1932, de Caneja, pasando por la claridad formal del "clasicismo" noucentista de Sunyer y de Julio González (bien representado en su vertiente de pintor por Paysannes à Monthyon, 1928). Esta dinámica de nuestra incorporación al "arte nuevo" por vías muy diversas se completa con el realismo mágico de veta alemana de Togores y de Joan Sandalinas (Carrer de les mosques, 1930). No falta la representación de algunos de los españoles de la Escuela de París (los escultores Gargallo y Manolo Hugué; los pintores Bores y Viñes), ni tampoco el testimonio de las contaminaciones surrealistas de Benjamín Palencia (con una pieza de su mejor etapa, Composición de dos figuras en azules, 1934), de Alfonso de Olivares y de Eudaldo Serra. Se trata de una introducción poderosa y brillante.

Las salas segunda, tercera y cuarta se dedican a perfilar el reencuentro con la modernidad de nuestro arte en la posguerra. El ámbito dedicado a los artistas del exilio interior y del exilio exterior se ha configurado como un espacio recogido, intimista, presidido por un conjunto extraordinario de esculturas, objetos y dibujos de Leandre Cristòfol y de ángel Ferrant, bien acompañados por la pintura de su amigo Mathias Goeritz, fundador de la Escuela de Altamira. A ellos se suman Miró, Julio González (ambos representados sólo por dibujos de sus años parisienses), Alberto Sánchez (con dos importantes esculturas en madera realizadas en Rusia: Monumento a la paz y Cazador de raíces) y Maruja Mallo (con dos Retratos bidimensionales, serie que hizo en Argentina). Un montaje más elocuente (a lo que contribuyen los formatos mayores de las piezas) distingue a la sala dedicada a la sensibilidad innovadora de los artistas que comenzaron su andadura entre los años cuarenta y cincuenta, sobresaliendo la solidez del diálogo establecido -de poder a poder- entre las propuestas espaciales y formales de Pablo Palazuelo y Jorge Oteiza, así como la novedad de la mirada geométrico-constructiva del Grupo Pórtico y del Equipo 57, y la originalidad del cinetismo inicial de Eusebio Sempere. En fin, la sala cuarta (dedicada a una selección hecha sobre los más de cuatrocientos dibujos y papeles inéditos del Legado Ferrant, y que se ha montado como gabinete de obra sobre papel) completa la reflexión sobre los caminos del "arte nuevo" en nuestra posguerra.

Siguen en las salas quinta y sexta las proposiciones de las vanguardias "segundas", sucediéndose -y buscando más los acordes de la sensibilidad que los rigores de la cronología- propuestas de artistas de los colectivos Dau-al-Set (Tàpies, Cuixart -con obras de su primera época, tan difíciles de encontrar ahora en el mercado- y Joan Brossa), El Paso (con obras "primeras" de Millares, Saura, Rivera, Canogar, Feito y Chirino) y el Grupo de Cuenca (Zóbel, Rueda y Torner), junto a piezas estelares de la abstracción lírica catalana (Ràfols-Casamada y Hernández Pijuán) y levantina (Mompó), así como de los españoles de la action painting: José Guerrero y Esteban Vicente. En relación con esta pintura española "de Nueva York", se ha incluido el conocido montaje de Nacho Criado Homenaje a Rothko, de 1970, que funciona como una bisagra minimal, articulando la radicalidad de los nuevos planteamientos con el sentido permanente de la tradición modernista.

Esa sucesión compacta de nuestro arte vanguardista de los cincuenta y sesenta, arte que resulta tan "español" (no en vano aquella generación fue denominada internacionalmente como la de "los nietos de Picasso"), se rompe en la sala 7, dedicada a la arrancada del pop en España en los setenta. Este ámbito, con Gordillo, Chema Cobo, Carlos Franco y Alcolea a la cabeza, constituye una auténtica fiesta del color y del gozo de la pintura. Esta sala resulta, desde luego, uno de los "momentos" más estimulantes de Patio Herreriano. El conjunto magnífico de estas pinturas excelentes, tan originales, realizadas sin mirar "hacia el exterior", respira, en cambio, la ironía de que sus autores, siendo tan grandes pintores, no fueron dados a conocer suficientemente a nivel internacional. Sus figuraciones, más conceptuales que narrativas, forman parte de nuestro museo ideal. En un apartado de esta misma sala, expresan su contrapunto los cuadros de Arroyo, Equipo Crónica y Equipo Realidad. En esa misma línea de narrar y simbolizar, aunque con registro entre intimista y mitológico, queda el conocido Personaje matando a un dragón, 1977, de Pérez Villalta.

El arte de los ochenta impone su presencia a partir de la sala octava, que se abre con la intensidad de los objetos "de pared" de Jordi Colomer (la primera versión de Els bons dies, 1986), frente a la certera estructuración y la frialdad de una Alta torre (también de 1986) de Miquel Navarro. Insistiendo en sus preferencias por la escultura y el arte objetual, la colección presenta en este espacio un conjunto importante de piezas de Adolfo Schlosser, realizadas en materiales "pobres" y orgánicos, que funcionan como emblemas de la innovación escultórica de los ochenta, junto a propuestas igualmente representativas de la poética de Eva Lootz para establecer diálogos imprevistos entre materiales, objetos y conceptos. Junto a ellos se documentan los comienzos "oteizianos" de Txomin Badiola, ángel Bados y Pello Irazu, así como las arquitecturas transparentes de los inicios de Cristina Iglesias. Acompaña a esta notable selección de esculturas una sucinta galería de cuadros de firmas del momento: Navarro Baldeweg, Broto, Xesús Vázquez, Guillermo Paneque (con Paz, 1987, una de sus singulares propuestas neoconceptuales) y Campano (con su singular paisaje Nautilus, 1987).

El recorrido se cierra en dos salas brillantes que documentan el desarrollo que ese mismo discurso del arte de los ochenta tuvo en los noventa, desarrollo en el que la escultura siguió siendo uno de los fenómenos más llamativos, desbordando los materiales, técnicas, espacios, escalas, formatos y concepciones de la tradición. Aquí lo atestiguan, en dramático enfrentamiento, dos conocidas piezas de los malogrados Pepe Espaliu (Manual de uso para un optimista, 1990) y Juan Muñoz (Pieza escuchando la pared, 1992). Otros testigos bien representativos del final -¿provisional?- de aquella "nueva escultura" son las tallas brutalistas de Leiro y las poéticas "arquitecturas mobiliares" de Susana Solano. Y entre el elenco de los pintores (Uslé, Verbis, E. Blasco, Urzay, Valdeón, Ugalde…) sobresalen por su representatividad las propuestas de Sicilia (dos acrílicos de la serie Black Flower), Ferrán García Sevilla (con el expresionismo instintivo y simbólico de su monumental Tot 13) y Barceló (el alargado paisaje desértico, sembrado de elementos orgánicos, como una vanitas, de Les nourritures terrestres).

Y como cierre, en la sala undécima -el ámbito singular de la recuperada Capilla de los Condes de Fuensaldaña-, el círculo de maderos de la instalación El cielo sobre la tierra, 1994, de Schlosser, avisa de las potencialidades de un arte posmodernista que, cerrada ya la posmodernidad, insiste en su propósito de continuar abierto. Todo ello, en un espacio en que la luz conduce la mirada de dentro a fuera, directamente hacia el Patio Herreriano, eje soberbio del museo.