Image: Los trazos contrarios

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Arte

Los trazos contrarios

Los garabatos apresurados de Cy Twombly según los ojos de Adrian Searle

26 junio, 2008 02:00

Ferragosto III, 1960

El lápiz revolotea por el lienzo blanco ya preparado, torpemente cubierto en ciertas zonas de una capa mate de pintura casera, como de tiza; de repente, encuentra una zona húmeda y se abre paso por ella formando un surco. Cuando toda la superficie está ya seca, el lápiz repite la operación. Las imágenes van sepultándose conforme aparecen. La línea une las capas para dividirlas luego. Todo es nerviosismo en las primeras pinturas de Cy Twombly: un constante hacer y deshacer, una resolución que es siempre provisional.

Otro de los cuadros muestra una especie de calavera derretida (¿o será una medusa?). En el borde, vemos un culo tachado con una X (aunque puede que, más que tachadura, esa X sea una marca indicadora y el culo, unos pechos). Y aquí y allá, manchurrones de un blanco diferente, más denso, aceitoso, que ha cuajado dejando una gruesa costra que ha tardado años en endurecerse, si es que lo ha hecho. Por todas partes, rastros corporales de sudor, heces, esperma, saliva. Hay cosas que sólo es posible apreciar desde ciertos ángulos, acercándonos, contemplándolas bajo la luz o aproximándonos al cuadro desde un lado. Unos dedazos marcados sobre la superficie proclaman la presencia del artista. En otras partes, Twombly ha usado el propio lienzo para limpiarse los restos de pintura de sus dedos. Es éste un pintor que habla de Poussin, de la poesía de Rilke y de Mallarmé; pero también de Sade y de Alain Robbe-Grillet, unos escritores que recurren a la sutileza y el refinamiento para subrayar su violencia.

Y la mirada se nos pierde entre todo eso, entre amorosos corazones, pezones, pollas y unas vainas de guisantes que bien podrían ser vaginas; irregulares sacudidas sísmicas, temblores que se salen del dial. "APOLO" proclama uno de los cuadros; "he conocido la DESNUDEZ de mis sueños esparcidos" afirma otro. En la obra de Twombly, las palabras y las frases se abren paso dejando tras de sí una indeleble sonrisa: nombres y exhortaciones, fragmentos de poemas, números, grafismos... todo escrito con una convincente sensación de urgencia, como si su autor tratara de ahuyentar un enjambre de abejas congregado en su cerebro. "Eso lo hace cualquiera", oigo decir. Pues bien: no es cierto. Las obras de Twombly -muy especialmente las de los años cincuenta y sesenta- están repletas de cosas y exhiben una organización tan astuta como sofisticada. Y, aunque el espectador pueda tener la tentación de percibir y catalogar su obra como una sarta de necedades y sinsentidos, si logra encontrar el escondrijo del secreto y la clave para descifrarlo encontrará también toda la riqueza y el apremio que Twombly transmite.

Durante los años cincuenta del pasado siglo, la pintura de Twombly evolucionó como un lenguaje de trazos contrarios, de pensamientos descarriados y gestos inimitables, no exentos de atavismo y de una inhabilitación consciente de su talento innato. Como Willem de Kooning, Twombly se obligó a dibujar y a escribir con la mano izquierda o con los ojos cerrados. Al convertir su propio trazo en un extraño, Twombly conseguía presentarse ante sí como otro. Creo que lo que quería era sorprenderse con la guardia baja.
Twombly ha cumplido ya ochenta años y su obra, nerviosa, extremadamente elegante y en muchas ocasiones bellísima, no es todo lo conocida que debiera. Una situación que Cycles and Seasons, la retrospectiva organizada en la Tate Modern, contribuirá a subsanar. Y aunque no es la primera gran exposición de Twombly en el Reino Unido, sí es la mayor y la más completa. Arranca brillantemente con piezas realizadas cuando Twombly era alumno de Robert Motherwell y del educador, dibujante y pintor Ben Shahn. Compañero de generación de Jasper Johns y Robert Rauschenberg, Twombly tuvo la fortuna de escapar al destino de convertirse en miembro de una segunda ola de expresionismo abstracto. Su arte es suyo, lo que no le impide conservar esporádicas afinidades con un gran número de rumbos artísticos diferentes y contradictorios del arte posterior a 1945. Norteamericano, bien casado y trasplantado a Roma en los inicios de su carrera, durante muchos años Twombly fue visto con suspicacia por sus coetáneos estadounidenses, una situación que le proporcionó la libertad que precisaba.

Pero a lo que íbamos: la primera mitad de la exposición es extraordinaria. Twombly demuestra que la pintura, el dibujo y la escritura pueden coexistir compartiendo espacio, hasta el punto que hay veces en las que no resulta fácil determinar qué es qué. Todo es gesto, pero también expresión, signo, trazo. Y Twombly sabe cómo enfrentarse a la nada, con pausas y vaciedad, con el silencio del pintor. Porque un cuadro puede ser una acumulación de impetuosas prisas, pero un pintor también sabe cómo permanecer quieto.

Las delicadas y blanquecinas esculturas que Twombly ha venido realizando a lo largo de su carrera lograron dar desde el principio con el punto justo, aunque hay que decir que apenas se han desarrollado desde entonces. Sus piezas más logradas dan muestras de un humor y refinamiento extraordinarios. Twombly tiene un excelente ojo para captar el potencial de lo que se deshecha, sea una caja vieja o un par de hojas de palma, unos objetos de escayola y yeso blanco que nunca pierden contacto con sus casuales orígenes. Pero Twombly nunca explotó sus esculturas como podría haberlo hecho, dejando que pasaran años sin crear siquiera una.

Una de mis favoritas es un pequeño monumento salpicado de yeso, a uno de cuyos lados el artista ha escrito a lápiz: "En memoria de álvaro de Campos", uno de los alter egos del gran escritor luso Fernando Pessoa y que no existió jamás fuera de la imaginación del poeta.

Creo que uno de uno de los objetivos de Twombly ha sido hacer un tipo de arte vinculado a un espacio o a un tiempo que no llegan a coincidir del todo con los nuestros y en donde es posible la convivencia del presente y el pasado. Otra de las esculturas, creada sólo con dos tubos de cartón, me hizo reír a carcajadas. Con todo, hay una gran dosis de añoranza y melancolía en su obra, hábilmente destripada por Nicholas Cullinan en el catálogo (sus escritos sobre el artista merecerían ampliarse y plasmarse en forma de libro).

Pero si la escultura de Twombly marca el paso del tiempo y mantiene viva la fe, su pintura ha acabado diluyéndose con los años. Sus últimos grandes cuadros fueron los que ejecutó en los años setenta, aplicando lápiz por todo el lienzo: unos apresurados garabatos dedicados a un amigo que murió y que son como unas pertinaces cartas escritas al muerto. Por el contrario, los paneles que pintó con los dedos a finales de los ochenta, con sus afectadas formas rococó que recuerdan a Tiépolo, resultan insulsos. Podrían sugerirnos también una versión amorfa del último Monet, pero su lirismo indeterminado me deja más bien frío. Para eso, ya tenemos a Richter que hace lo mismo con mejores resultados. Los últimos twomblys me parecen, simplemente, desustanciados. En la última sala, sus garabatos bermellones dedicados a Baco no añaden nada a lo anterior como no sea provocar nuestro pasmo ante la energía que el artista es aún capaz de desplegar.

Lo mejor será celebrar que ha hecho lo que ha querido y que ha seguido su propio camino, que no es poco. Le deseamos uno de esos grandes estilos de madurez y que logre trascender como artista, en línea con lo que, según el historiador Erwin Panofsky, el último Tiziano habría conseguido. ¡Como si fuera tan fácil!