Cortesía de Damián Ortega. © Centre Pompidou
Damián Ortega muestra su obra en el Centro Pompidou de París, uno de los templos soñados por todo artista.
Aunque lo cierto es que la obra y el recorrido del mexicano Damián Ortega ofrecen ya un buen puñado de razones para ser considerada una de las más interesantes de su generación por esa mezcla de crítica y poesía que despliega en todos sus trabajos. No hace mucho, en el centro de arte contemporáneo Carillo Gil de la Ciudad de México, sitúa una gran grúa de construcción en una gran avenida cercana al barrio de San ángel, de la que colgaba una pequeña jaulita con agua para que bebieran los pájaros. Esa mezcla de rotundidad y poética levedad caracteriza buena parte de una trabajo que lleva años centrado en los procesos de transformación de lo cotidiano. Muchos recordarán el coche diseccionado que presentó en la Bienal de Venecia de 2001. Buena parte de su obra posterior, exceptuando el gran obelisco que situó en otra de las arterias de la Ciudad de México, abunda en lo sutil y en lo perecedero, y trata de establecer un frente crítico contra la escultura minimalista a menudo a partir de materiales pobres. Pero también hay espacio en su obra para el escepticismo hacia la arquitectura moderna y sus pretensiones quiméricas.
En el Espace 315, Ortega ha planteado una suerte de cámara oscura de cierta complejidad con una gran estructura cenital hecha con 6000 módulos de colores suspendidos del techo. Los visitantes podrán ver la instalación desde uno de los extremos de la sala a través de una lente. La intención del artista es que observemos los procesos de percepción que conectan el ojo con el cerebro a partir de la fragmentación y la dispersión de las formas.