Image: El mito reconstruido

Image: El mito reconstruido

Arte

El mito reconstruido

Encuentros de Pamplona 72.

6 noviembre, 2009 01:00

Equipo Crónica: espectador de espectadores, 1972

Comisario: José Díaz Cuyás. Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 22 de febrero.


Si hay en la historia del arte español contemporáneo un acontecimiento mítico, que haya sido a la vez mitificado ése es, sin duda, los Encuentros de Pamplona de 1972, la convocatoria de arte de vanguardia más importante que tuvo lugar en el país durante la segunda mitad del siglo XX.

Las valoraciones del suceso han estado a veces tan distorsionadas que incluso ha llegado a considerarse la prueba irrefutable de que, pese a la dictadura franquista, el mundo cultural estaba firmemente relacionado con el entorno internacional, o que el hecho de producirse con patrocinio privado demostraba que el arte gozaba de unos apoyos tan extraordinarios como en verdad inexistentes. Lo cierto es que los Encuentros, que convocaron a más de 300 artistas de todas las procedencias imaginables, fue un proyecto concebido por el compositor Luis de Pablo y el artista José Luis Alexanco y financiado casi en su totalidad por la familia navarra Huarte que, previamente, había extendido sus actividades de mecenazgo a la música, con el laboratorio sonoro ALEA, cuna de los Encuentros; a la arquitectura de Sainz de Oiza y otros arquitectos; a la edición con la revista Nueva Forma y la editorial Alfaguara. Reunieron a músicos, artistas plásticos, poetas visuales y fonéticos, cineastas, todos incursos en prácticas experimentales, junto a grupos folclóricos y otras muestras de arte popular. Paralelamente, se celebraron dos o tres exposiciones propiamente dichas, y tuvieron lugar coloquios y "encuentros" entre los artistas y el público.

Para situarnos, ese mismo año 1972, las exposiciones más importantes fueron las de José Gutiérrez Solana y de Paul Klee; la polémica más encendida tuvo como motivo la instalación de una obra de Chillida colgando del puente del Paseo de la Castellana bajo el que se había instalado el Museo de Escultura al Aire Libre, y que no se colocaría hasta 1978, y el Museo Español de Arte Contemporáneo dedicó una retrospectiva a Rafael Canogar. Pero la excepcionalidad del evento procedía no sólo de su carácter experimental y vanguardista, casi inexistente en la escena nacional, sino que se produjese bajo los límites de una dictadura que, si por un lado entraba en su fase terminal, mantenía firmes y vigentes todas sus fuerzas represivas.

José Díaz Cuyás, comisario de la exposición, y sus adjuntos Carmen Pardo y Esteban Pujals, se han enfrentado a la tarea, a primera vista imposible, de reconstruir y dar fe de conciertos, events, proyecciones y actuaciones que fueron, por su propia naturaleza, efímeras y de las que apenas si quedan testimonios gráficos y literarios, y lo han hecho de forma modélica. Quiénes no estuvimos allí, podemos, por primera vez, hacernos una idea perfectamente relatada de lo acontecido entre el 26 de junio y el 3 de julio de 1972 en Pamplona.

Al acierto de dividir la muestra según los días de los Encuentros, que permite evaluar las muy diferentes convocatorias de cada jornada, se unen la excelente selección de los materiales documentales que las recogen -es ésta una exposición en blanco y negro, pero que nunca cansa-, la recuperación de obras presentes entonces y una muy adecuada selección de otras complementarias, de la misma época, que reconstruyen con fidelidad y de manera muy seductora, un momento histórico y un clima creativo que nunca más vivió un instante tan pujante como aquél.

A la comprensión de qué fue lo que pasó, contribuye decisivamente el sonido presente en casi todas las salas, así como los espacios dedicados a las exposiciones paralelas o a la presencia de la poesía. También los documentos informativos recopilados y expuestos casi como piezas, que recogen las polémicas y discusiones que generaron los Encuentros y también algunos de los sucesos sociales y políticos que afectaron a su desarrollo. El más brutal, el secuestro por ETA de Felipe Huarte, que puso fin a toda labor de patrocinio de la familia y que dejó lo que se pensó como una bienal en un hecho impar y solitario.