Obra callejera de Jorge Rodríguez Gerada.

Cada segundo, una pequeña bola se agita dentro de un spray en alguna parte del mundo y alguien admira su obra recién terminada con un ojo en la espalda por si hay que correr. En cuarenta años, el grafiti se ha convertido por derecho propio en parte imprescindible de la cultura contemporánea. Ha penetrado en el mundo del arte y algunos de sus exponentes han alcanzado reconocimiento internacional, en parte gracias a Internet. Es la nueva era del postgraffiti o street art, con simbolismos cada vez más sofisticados, mayor complejidad artística y técnicas diversificadas. Sirva como ejemplo la cifra récord alcanzada por la reciente exposición dedicada a Banksy en el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (MOCA). Las obras de la misteriosa leyenda del grafiti británico atrajeron a 200.000 visitantes durante los 81 días que duró la muestra. Además, su documental Exit through the gift shop (2010), en el que reflexionaba sobre la delgada línea que separa el arte urbano de la frivolidad y la impostura, fue nominado en la última edición de los Oscar.



En medio de esta vorágine, el periodista especializado Mario Suárez vuelve la vista atrás en su libro Los nombres esenciales del arte urbano y del graffiti español, con un amplio despliegue visual editado con mimo por Lunwerg. En la piel de toro, el fenómeno comenzó a principios de los ochenta de la mano de Muelle, un chaval que comenzó a estampar su firma en paredes abandonadas del madrileño barrio de Campamento. Al principio, nadie lo entendía. La policía llegó a pensar que eran marcas que delimitaban el territorio de una banda criminal. Muelle acabó siendo tan famoso que una vez, detenido en comisaría, los agentes le pidieron autógrafos para sus familiares y amigos. A rebufo de su estela nació toda una troupe de jóvenes que se inspiraban en su firma: caligrafía enrevesada, el símbolo de "marca registrada" y un remate en forma de flecha (de ahí el apelativo "flecheros"). Así surgieron nuevos nombres: Glub, Bleck, la Rata, Fer, Ome... Les atraía esta nueva forma de expresión, que no tenía otro objeto que el de saciar ese deseo de autoafirmación y permanencia inherente al ser humano. En 1989, Muelle describía así sus sensaciones al empuñar el aerosol: "Cuando pintas te sientes vivo y por un momento te olvidas de que eres masa. En esta ciudad hay demasiada mierda y demasiada soledad... de este modo le regalamos a la gente un poco de nosotros mismos".



Suárez reivindica la idiosincrasia propia de la escena madrileña, que desde sus comienzos demostró que no era una mera importación calcada de la corriente neoyorquina. Entre las particularidades de los grafiteros madrileños, Suárez destaca un código ético y una jerga propios, citando la tesis El postgraffiti, su escenario y sus raíces del estudioso del tema Juan Abarca: "Los valores metodológicos fueron generados por el propio Muelle, que evitaba actuar sobre superficies que hubieran de ser limpiadas, y se especializó en muros temporales de obra y en las vallas publicitarias de los andenes del metro. Aunque no todos los escritores de la escena eran tan respetuosos...".



En sus comienzos el grafiti madrileño fue una manifestación autónoma, si acaso relacionada con la cultura punk, pero a finales de los ochenta la influencia del hip hop y el grafiti neoyorquino fagocitó el estilo autóctono, que pocos conservaron. El fenómeno fue cada vez más popular y ya miles de jóvenes bombardeaban todo tipo de superficies, empezando por los vagones de metro. Esto cambió la percepción más o menos neutra que el público general había tenido hasta entonces del grafiti, como asegura Abarca: "Ver a alguien pintando en la calle se percibía a menudo más como algo excéntrico o generoso que como una agresión".



En Barcelona los comienzos no estuvieron ligados a las firmas sino a un grupo que pintaba grandes piezas abstractas, los Rinos. Tras ellos, la técnica que más proliferó en la Ciudad Condal fue el stencil, en la que se usa una plantilla de cartulina sobre la que se rocía la pintura.



En los noventa, el término grafiti iba indisolublemente asociado a la cultura hip hop venida de los Estados Unidos, y fue en esta época cuando se consolidó esta cultura en otras ciudades como Aicante, Barcelona, Valencia o Sevilla. También en esta época las obras callejeras fueron incorporando contenido político y social, y también mayores impedimentos: cámaras de vigilancia, pinturas antigrafiti y leyes más duras.



Ante esta situación, la cultura del grafiti redujo su presencia en las calles y la aumentó en fanzines, festivales o grandes murales autorizados. Pero el fenómeno empresarial de la marca española Montana, pionera en Europa de materiales específicos para pintores callejeros, revitalizó la escena.



Ya en el siglo XXI, Internet y una mayor aceptación por parte de las autoridades potencia el fenómeno, a lo que se suma el nacimiento de un nuevo tipo de grafiti, cargado de inventiva, ironía y crítica sociopolítica, el llamado "street art", que ya se ha colado en los museos y los circuitos artísticos. Además de Banksy, nombres como el de Obey o Invader se han hecho un hueco incluso en la memoria de los no aficionados. Ya sea en las más selectas pinacotecas o en húmedos callejones, el término 'pintada' ha dejado paso al de 'arte urbano', una disciplina que parece haberse ganado el respeto de todos.