Ángeles Santos: Autorretrato, 1942
Un espíritu inquieto y desbordante. Una pintura lejos de modas y convenciones. Una vida con años perdidos y obras memorables. Es Ángeles Santos que, el próximo 7 de noviembre, cumple cien años. Lo celebramos repasando su vida y su papel en el arte. Su hijo, el pintor Julián Grau Santos, intenta resolver su enigma.
Con veinte años, Ángeles Santos escribía: "Mi obra es sólo la que pueden hacer las mujeres... es estar cerca de realidades mientras se pinta", haciéndose eco de la conclusión del crítico Juan de la Encina en 1929: "He aquí algo que se sale de lo trillado y de nuestra pintura cotidiana, y es doblemente admirable que quien pone la voz más alta y con mayor denuedo en el IX Salón de Otoño sea una mujer ¿Signo de los tiempos?".
Aunque después Ángeles Santos rechazará la vinculación de su obra con una óptica femenina -y tanto menos "feminista"-, durante el periodo en el que deslumbró en el medio artístico e intelectual de la época, la joven pintora representa mujeres de todas las edades y condiciones. Al principio, de su entorno: en 1928 a La tía Marieta (Vieja haciendo calceta), en línea con el nuevo realismo de José Togores; y a La Marquesa de Alquibla, que es quizá la pintura que mejor muestra el influjo de la Nueva Objetividad alemana en España. Cuadros en los que se aprecia que, si había aprendido a pintar imitando a los maestros, ya es capaz de doblegar los estilos en boga a su servicio.
Ambigüedad adolescente
También de 1928 es su sincero Autorretrato, que desprende ambigüedad todavía adolescente. Entonces pinta sin parar, toca el piano y lee poesía, sobre todo la de su admirado Juan Ramón Jiménez, que escribiría su semblanza en Españoles de tres mundos: "Alguno se acerca a un lienzo y mira por un ojo y ve a Ángeles Santos … Huye. Viene. Va. De pronto, sus ojos se ponen en los ojos de las máscaras pegados a los nuestros. Y mira, la miramos. Mira sin saber a quién. La miramos. Mira".
Poco después, como conclusión de sus pesquisas realistas -compartida entonces con los pintores Mariano de Cossío, Salvador Dalí, Cristóbal Hall, Timoteo Pérez Rubio y Alfonso Ponce de León-, pinta la Tertulia, auténtico icono en el que las mujeres nos seguimos reconociendo hoy (colgado en la colección permanente del Museo Reina Sofía). La tela congregó una peregrinación de intelectuales que admirarían su trabajo: Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca, Jorge Guillén... En un ambiente de cerrada complicidad, Ángeles Santos se retrata con sus amigas: "éramos modernas".
Tertulia (El cabaret), 1929
Giro metafísico
De repente, en la trayectoria de Ángeles Santos hay un giro. En 1929 pinta una Pensativa o La niña de los huevos, de corte metafísico, y Anita y las muñecas, afirmándose en el realismo mágico. En sus dibujos, vemos cómo las caras se desdoblan en múltiples planos, como si la pregunta por la identidad quedara suspendida. Un sueño (alma que huye de un sueño) inaugura su etapa surreal, con Un mundo, gran tela con la que asombra en el Salón de Otoño y La Tierra (pueblo primitivo). El clamoroso éxito le valdrá una sala propia en el Salón de Otoño de 1930, donde presenta treinta y tres telas en una indagación expresionista muy personal: Niñas haciendo música, Cabeza de niña, La niña muerta, en una búsqueda primitivista que intenta asentar su imaginación surreal otra vez en la realidad cotidiana.
Como sabemos por la prensa de la época, donde alcanzó el consenso de los críticos Francisco de Cossío, José de Francés, Guillem Díaz Plaja, Manuel Abril, Joaquim Nubiola... otras muchas telas de Santos se perdieron, al ser repintadas por la artista después de su crisis nerviosa. Sin duda, este hecho traumático ha condicionado el conocimiento borroso sobre la etapa posterior. Mientras, sus cuadros más conocidos viajan: a París en 1931; a la exposición del Carnegie Institute de Pittsburg en 1933; y al pabellón español de la Bienal de Venecia en 1936.
La vuelta a Barcelona
La inflexión definitiva se producirá con su cambio de residencia a Barcelona. En 1935 presenta su obra en la galería Syra. Allí conoce al pintor Emilio Grau Sala, por cuyo influjo aclarará definitivamente su paleta. Él la retrata a ella. Ella le retrata pintando a una modelo payesa. Después, en el mismo claustro románico, ella se autorretrata con mirada inexpresiva. Luego, prácticamente dejará de pintar, como tantas artistas antes modernas, tras la contienda, recluidas en los quehaceres del hogar y la crianza. Desde entonces, se convertirá en esposa de pintor; y después, madre del pintor Julián Grau Santos.
Sin embargo, Ángeles Santos vuelve a emerger en 1967, con ocasión del homenaje del IV Salón Femenino. Y vuelve a pintar. Al año siguiente, en la sala Rovira muestra sus luminosos paisajes desde el balcón, con las pinceladas ligeras, que caracterizan su último y prolongado periodo. En las dos últimas décadas, se han sucedido varias retrospectivas, cada vez de mayor importancia. En 2005 recibió el Premio Cruz de San Jorge de la Generalidad de Cataluña. Pero habría que inventar un reconocimiento para esta artista superviviente, que nos ha enseñado a vernos y sigue siendo un ejemplo ante las dificultades de las mujeres para conciliar arte y vida.
Ese enigma
por Julián Grau Santos
Como un enigma pesante, como dirían los italianos, cuyo descanso no sé cuándo se resolverá. Esa es Ángeles Santos para mí. Parte de mi vida. Nací con el cuadro Un mundo pegado a las narices, jugaba a conquistarlo lanzándole flechas de goma. Observándolo, aprendí a leer, a saber qué es una novela.
También yo quise ser pintor, pese a que mi madre siempre me ha transmitido ese rechazo a la pintura como profesión. Pintar, para ella, ha sido una fatalidad, casi un castigo. Aún así, hemos compartido juntos muchos ratos con la pintura.
Con cinco años dibujé el mismo paisaje nevado que ella estaba pintando. Con 14, me pidió que le ayudase a pintar el mar en un paisaje de Portbou. Para ella el mar significa la vida. También Portbou. A menudo repite que ha vivido tanto precisamente por haber nacido allí. En Un mundo siempre he creído que la figura que asoma del tren es ella y que ese tren es como el que tantas veces ha cogido para ir a Portbou. Tras un largo túnel, allí está el mar, como en la pintura. Suele decir que cuando vuelve la espalda el mundo se para, y cuando lo mira el mundo se activa. Es como si el mundo fuera un guiñol, con seres inanimados, como si fueran muñecos mecánicos.
Aunque su primera época es más metafísica, con el tiempo buscaba la carnosidad de la realidad. En los últimos años hemos pintado mucho juntos, hasta que, hace uno, decidió dejar de pintar. Ella siempre ha querido pasar inadvertida y nunca sabré por qué. A veces pienso que nunca he sabido quién es. Que nunca resolveré ese enigma.