Varias de las obras de José Díaz, recientemente expuestas en la galería The Goma, Madrid

El siglo XXI reafirma la posición de la pintura. Si algo caracteriza al contexto español de la generación de los nacidos en los años 80, es que muchos artistas interesantes han vuelto a pintar. Lo pictórico se diluye otra vez en la pintura misma. De nuevo, no hay miedo a hablar de ella. Si en los 80 la pintura fue capaz de empachar, en los 90 fue borrada de los discursos de conjunto y, en muchos casos, los artistas más innovadores quedaron al margen de las colectivas sobre el pulso de la pintura. Porque en los 90 se generó la tendencia de no expresarse en el cuadro, opción que se convirtió en paradigma; primero desdoblándose como instalación y, más tarde, trabajando la pintura fuera de la pintura al desbordar los límites tradicionales de su soporte, reencarnando sus motivos históricos en otros medios como la fotografía o el vídeo.



Hoy, la pintura manda de nuevo, reivindicándose antes como tradición que como técnica, más como pensamiento que como forma, y anuncia nuevas libertades. Naturalmente, asume los logros de una década en la que se visibilizó desde lo conceptual, trabajando la noción de campo expandido y de la pintura sin pintura. Artistas como Ángela de la Cruz o Miquel Mont enseñaron a indagar en la compleja relación entre el espacio ilusionista de la pintura y la presencia física de la escultura. En el caso de la primera, el bastidor es una extensión del cuerpo, una pintura que lleva implícita la impronta de la acción, como ocurre ahora con artistas como Guillermo Mora. Por supuesto, ya no nos sorprenden tanto las obras efímeras, preparadas ad hoc para el lugar del encargo y que permanecerán en el tiempo más como memoria que como producto físico. La superficie, el contexto, es clave desde hace tiempo para generar una imagen. Se trata de desbordar los límites tradicionales de la pintura, de activar el espacio o los objetos a través del color y de trabajar lo sensorial abrazando al espectador, como es el caso de Miren Doiz o Irene Grau.



Una de las obras de Antonio Ballester Moreno

En otros casos, la pintura se lleva al extremo y deriva en una suerte de neobarroquismo, como en Nelo Vinuesa, que se apoya en lo simbólico y fantástico, Maíllo, que desordena lo real, o Santiago Giralda, que entiende el paisaje a modo de construcción cultural. Otros, como Hugo Alonso o Alain Urrutia, caminan hacia la destrucción óptica de la imagen a partir de efectos pictóricos que buscan la sensación de un encuadre movido o desdibujado. La realidad se desplaza y la percepción se reubica; sucede en las obras de Kiko Pérez o en el temblor abstracto de José Díaz. Otra vertiente más tímida y mal entendida en su momento fue la de un tipo de pintura detenida, de raíces figurativas, sobria y suspendida en el tiempo, que hoy tiene un afortunado exponente en Alejandra Freymann.



Son artistas nacidos ya en los 80, que continúan el legado activo de quienes abrieron el nuevo camino de la pintura en el siglo XXI. Me refiero a casos tan singulares como los de Jerónimo Elespe, Gorka Mohamed, Laura González Cabrera, Kepa Garraza, Nacho Martín Silva, Carlos Maciá, Antonio Ballester, Ángel Masip, Frenando Martín Godoy y Rubén Guerrero, entre otros. Porque ahora, otra vez, la pintura está en el discurso, sin miedo de mirar por el retrovisor, de expresarse en el cuadro.