La nueva sede del Whitney Museum en Meatpacking District, frente al río Hudson. Foto: Karin Jobst
Empieza la cuenta atrás. El próximo 1 de mayo se inaugura el nuevo espacio del Whitney Museum de Nueva York, el mayor museo dedicado al arte estadounidense. Abandona su sede de Madison Avenue para estrenar un edificio de Renzo Piano, ubicado en el distrito de Meatpacking, la nueva zona cultural de moda en Manhattan. La exposición inaugural, America es Hard to See, con 400 artistas y 600 obras, pone la guinda.
El nuevo Whitney se promueve como más Whitney. Una estrategia vinculada a un contexto global (con casos parecidos, como la ampliación del MoMA) que responde a su propia fundación, privada, cuya financiación depende del dinero aportado por una serie de contribuyentes con unas necesidades concretas: un crecimiento continuo que permita obtener nuevas salas patrocinadas, un simbolismo diferente a través de un edificio construido ex profeso que permita una revalorización del suelo y una ubicación acorde con el turismo contemporáneo (entre las galerías de Chelsea y el High Line, uno de los puntos más concurridos de la ciudad).
Fundado originalmente en 1918 por la coleccionista Gloria Vanderbilt Whitney, su principal cometido era dar a conocer a los artistas estadounidenses vinculados a las vanguardias, un espacio de discusión, exposición y archivo. Situado en el West Village, a lo largo de los años fue atesorando más de 700 obras ayudada por su asistente Juliana Force. En 1928 decidió donar su legado al Metropolitan Museum, un ofrecimiento que fue declinado, por lo que Vanderbilt pensó en construir un museo que recogiese su colección y continuase la promoción de aquellos artistas que, o bien hubiesen nacido en Estados Unidos, o bien desarrollasen su trayectoria en este país. La colección fue mudando de espacio: del West Village a un edificio adyacente al MoMA hasta construir a comienzos de los años 70 un espacio específico, el Whitney de la avenida Madison, obra del arquitecto Marcel Breuer.Era un museo algo local que no podía compentir con las obras de los "grandes maestros" del MoMA
Poco a poco, las obras que fue atesorando fueron también abriéndose a campos expandidos. Si en un principio la colección estaba configurada por retratistas de la alta sociedad (como Robert Henri, autor de un retrato de la propia Vanderbilt) y paisajistas en la tradición del impresionismo (las vistas urbanas de John Sloan y Everett Shinn, los bosques de Nueva Inglaterra de William Glackens), pronto se sumaron fotógrafos como Berenice Abott o las escenas de Edward Hopper.
Retrato de Gertrude Vanderbilt Whitney (1916), de Robert Henri, presente en la exposición American is Hard to See
Su imagen varió de una institución secundaria, un museo algo local que no podía competir con las obras de los "grandes maestros" de la modernidad presentes en el MoMA, a una nueva posición. A partir del cambio de paradigma que supone la Segunda Guerra Mundial, empieza a ocupar un espacio central en la historia de la ciudad y del arte. Y es que aquellos críticos como Clement Greenberg o Michael Fried que habían construido sus carreras apelando a un cambio geográfico en la importancia del arte (lo relevante ya no era Europa, sino Estados Unidos), descubren en el Whitney un lugar idóneo para construir sus posicionamientos. Los fotógrafos del New Deal (Walker Evans, Gordon Parks, Dorothea Lange) comparten espacio con el expresionismo abstracto de Pollock y Rothko, muralistas como Orozco o las prácticas Pop de Andy Warhol, Jasper Johns y Robert Rauschenberg.El éxito de la bienal
Un nuevo cambio sucede cuando, en 1973, deciden iniciar su programa de bienales. A través de los conservadores y comisarios del museo, junto con comisarios independientes, establecen un programa bianual que permita hacer un repaso del arte más contemporáneo producido en Estados Unidos, tratando de generar vínculos con obras de la propia colección. Es en estos años cuando el Whitney comienza a adquirir una relevancia internacional como motor esencial en la construcción historiográfica del arte estadounidense, potenciado por la presencia internacional de sus artistas. Es, también, cuando comienzan las críticas más fuertes a su programa ideológico, al subrayar la imitación de modelos restrictivos, como atestiguaron las Guerrilla Girls en una de sus primeras acciones, al denunciar la exclusión de mujeres artistas en sus salas. Algo que ha continuado hasta la actualidad.El año pasado, durante la presentación de su última Bienal hasta la fecha, dos acciones trataron de responder al bajo índice de participantes que no fuesen hombres: por un lado la Brucennial, promovida por el colectivo artístico Bruce High Quality Foundation y, por otro, la Whitney Houston Biennial, ambas concebidas como exposiciones con sólo artistas mujeres o transgénero.
Unas exclusiones que, en la gran exposición de inauguración de la nueva sede, America is Hard to See, tratan de corregir. Organizada por un equipo formado por Donna De Salvo (comisaria en jefe del museo), Carter E. Foster, Dana Miller, Scott Rothkopf, Jane Panetta, Catherine Taft y Mia Curran, la exposición se divide en 23 secciones, que van desde las primeras adquisiciones de Vanderbilt y Force a las obras de Giorgia O'Keeffe, Isamu Noguchi, Joan Mitchell, de Kooning, David Smith, Ed Ruscha o Lyonel Feininger, unos nombres que tratan de subrayar la multitud de orígenes y géneros del arte producido en Estados Unidos en los dos últimos siglos. Una idea implícita en el título, "América es difícil de ver", tomado de un poema de Robert Frost, que relata las historias inconclusas o no relatadas de Cristóbal Colón y Vasco de Gama, la presencia del fracaso y la imposibilidad de aprehender una historia amplia y contradictoria en muchos casos.
Rückenfigur, de 2009, obra de Glenn Ligon presente en la exposición American is Hard to See
Cuentas pendientes
Sin lugar a dudas, en una ciudad como Nueva York, con más de 1.200 instituciones dedicadas al arte contemporáneo, el Whitney trata de redefinirse como un espacio central en la construcción de las narrativas artísticas contemporáneas, no sólo estadounidenses sino globales, reivindicando su propia historia y proponiendo nuevos campos de actuación. Un esfuerzo que, aún así, sigue dejando cosas fuera. En estos días previos a la inauguración, una serie de artistas vinculados a colectivos como Occupy Museums, están realizando una serie de acciones para denunciar cómo el museo y su nuevo edificio esconden una especulación urbanística.Una serie de gigantescas tuberías de gas han sido ocultadas bajo el edificio para dotar de energía a sus instalaciones y a las nuevas construcciones de la zona. Un gas que proviene del fracking y que está destruyendo amplias secciones de territorio. A través de proyecciones en las fachadas con mensajes como "¿es éste el nuevo Land Art?", han puesto en duda un museo que trata de proyectarse hacia al futuro sin haber saldado sus cuentas con el pasado. Porque, como ha sucedido en todas sus etapas, la historia del Whitney es también la de sus espacios de resistencia.
Marca blanca deluxe
Por Inma E. Maluenda y Enrique Encabo El Whitney se muda. En el neoyorquino Meatpacking District, donde muere la High Line, Renzo Piano (Génova, 1937) y su equipo han levantado su nueva sede, bastión último del blockbuster cultural. Pero, pese al brillo de la inauguración, la arquitectura de esta tercera casa del Whitney (del Greenwich Village a la calle 54, de la 54 a la 75 y vuelta al sur de Manhattan) resulta un tanto cuestionable. El flamante complejo de Gansevoort Street sólo puede ser entendido en plenitud desde una óptica económica: las marcas son ya mucho más importante que sus edificios y lo saben.El nuevo Whitney posee metros cuadrados a mansalva, un volumen recubierto de inmaculada piel de acero, espectaculares vistas al río Hudson y, por supuesto, una planta baja diáfana que cumple con la obligatoria cuota cívica. Pero son cualidades inmobiliarias, no culturales, y hacen añorar el encanto bronco de la antigua sede, esa escalonada y ciclópea caja negra erigida por Marcel Breuer y Hamilton Smith en 1966. El confuso apilamiento de salas del nuevo museo (hasta cuatro enormes plantas dedicadas a exposición) es incapaz de producir un discurso urbano relevante, como tampoco lo hace la transparente galería de acceso, por más que sus autores hablen de espacio público, socorrido McGuffin de las corporaciones culturales. Esta encarnación del Whitney pertenece a la que podría denominarse como internacional elegantista, una serie de edificios alumbrados en el tramo final de las carreras de los apóstoles del high-tech, como Norman Foster, Richard Rogers y el propio Piano. La tradicional destreza del genovés apenas es perceptible en el magro resultado final, renta del oficio de un arquitecto sin impulso y que, desde hace demasiado, se contenta con elaborar inocuos contenedores de impoluto gusto. En realidad, molestarse porque el capital haga mella en añejos radicalismos carece de sentido; hay que hacerlo, como aquí, porque los resultados no estén a la altura.