Isaac Julien: The lady of the lake (lessons of the hour), 2019. Foto: Metro Pictures, Nueva York y Victoria Miro Gallery, Londres / Venecia
Fue el género más importante hasta que la fotografía de prensa y la televisión se encargaron de registrar los eventos. Pero, ¿qué ha sido de la “pintura de historia”?, ¿cómo lidian los artistas de hoy con los eventos del pasado?
Hasta el 30 de junio, se puede ver en el Museo del Prado la exposición
Una pintura para una nación. El fusilamiento de Torrijos. Con motivo del segundo centenario de la institución se ha subrayado la significación histórica de ese magnífico cuadro de Antonio Gisbert: es el único que el estado español ha encargado nunca para nuestro museo nacional. Ese protagonismo actual nos ha hecho preguntarnos
qué fue de la “pintura de historia”, género pictórico que culmina, en España, en esta tardía obra.
En Egipto, en Mesopotamia y en Roma, se representaron ya ciertos acontecimientos, bélicos y casi siempre tallados en piedra, como pura afirmación de fuerza ante propios y ajenos. En la Edad Media -ciñéndonos al arte occidental- los asuntos históricos no abundan, con importantes excepciones como el tapiz de Bayeux, en una Europa fragmentada e inestable, pero empiezan a cobrar importancia a partir del siglo XV y en el Renacimiento, con la gestación de los estados modernos. En el Barroco, las escenas históricas -dinásticas, militares- formaron parte de los programas iconográficos de los palacios reales y sedes del poder, y en el Neoclasicismo, la historia antigua fue el espejo en el que quisieron mirarse los gobernantes. Pero
es en el siglo XIX cuando se extiende la práctica de lo que entendemos como “pintura de historia”: la escenificación de eventos del pasado para trasladar al presente valores que debían contribuir a la afirmación de una identidad nacional o de una ideología (eso es el cuadro de Gisbert, un homenaje a los héroes del liberalismo). Un arte con decidida vocación pública. Su auge coincide con el éxito de la novela histórica al estilo de Sir Walter Scott o de Alessandro Manzoni y con el reinado, en lo artístico, de la Academia.
Desde la Transición, el “arte de historia” ya no es solo pintura y ha desaparecido de los encargos oficiales, abriendo paso a obras abstractas
El histórico fue el mayor en la jerarquía de los géneros, aunque fuera perdiendo su propósito moralizador para entregarse al dramón medieval o la anécdota de casacones. A finales del siglo XIX ya decaía, pero aún sobrevivió al menos hasta los años treinta del siglo XX, con tintes muy políticos tanto en regímenes dictatoriales -con prolongación en el realismo socialista- como en la contestación a los mismos: el muralismo mexicano de Orozco o Rivera y el
Guernica de
Picasso señalan su canto del cisne. Después, la representación de la historia es otra cosa. Porque se historia de otra manera. En la segunda mitad del siglo XX se desarrollan modelos diversificados de investigación del pasado que prestan atención a los cambios en la sociedad, las economías o las mentalidades, vertidos en relatos no necesariamente totales o definitivos; en estas nuevas aproximaciones, las imágenes -no de los acontecimientos cruciales sino de la infrahistoria- cobran relieve.
Por otra parte, en ese momento, la fotografía de prensa y la televisión se encargaban ya de registrar los eventos. Al arte le quedaron otras tareas: la reconstrucción, el desvelamiento, la historia-ficción, la interpretación o el comentario al margen, el archivo alternativo…
Pocos encargos oficiales
Detalle de la video-instalación de Lisa Reihana. In pursuit of Venus, 2015-2017. Foto: Italia Rondinella / La biennale di Venezia
En esa labor, la vocación pública que antes mencionaba se ha diluido hasta cierto punto.
Si saltamos la anomalía que constituyó el largo régimen franquista, vemos que, desde la Transición, el “arte de historia” -ya no es solo pintura- ha desaparecido de los encargos oficiales. Es una tendencia general. En los centros de poder, los únicos encargos artísticos se inscriben en las absurdas galerías ministeriales de retratos (también existen en ayuntamientos e instituciones varias). En los edificios más antiguos, como el del Congreso, quedan muchas viejas pinturas de historia pero en La Moncloa o en los despachos de más bombo vemos a menudo obras abstractas. Los pocos encargos monumentales evitan también el argumento no ya histórico sino incluso figurativo; pensemos en la cúpula de
Miquel Barceló en la ONU o en las puertas de
Cristina Iglesias en el Museo del Prado.
Eso sí, siguen gustando los monumentos escultóricos, a la antiquísima, como el proyecto para Madrid sobre Los últimos de Filipinas. Mientras que la novela histórica mantiene su atractivo, nos pirramos por series como
Los Tudor,
Roma o
Vikingos y el cine, incluido el de autor, no desdeña las historias “de época” -
La muerte de Luis XIV, de
Albert Serra, o
La favorita, de Yorgos Lathimos-, de aquella pintura de historia no queda más que la retórica visual.
Una de las características más claras del arte de historia reciente es que maneja y reelabora materiales ajenos
En la pintura de Neo Rauch, por ejemplo, es fácil que no sepamos muy bien qué es lo que se representa -sus cuadros son bastante crípticos- pero reproduce muy a propósito la parafernalia de espacios y figuras en actitudes dramáticas y supuestamente elocuentes típicas del género. En esa tendencia hiperbólica, la dimensión monumental de las escenas alcanza a veces límites impensables, como en el tapiz de 17 metros que
Goshka Macuga desplegó en la rotonda del Fridericianum en la Documenta (13), aludiendo a la historia reciente de Afganistán por medio de un efectista
collage de imágenes de origen fotográfico. Las bienales y similares son los nuevos “salones” o “exposiciones nacionales” en las que los artistas compiten y en las que se dibuja el rumbo artístico. La fotografía también ha emulado en este sentido (formal, compositivo) la pintura de historia, como podemos comprobar en Jeff Wall o Luc Delahaye. E incluso el video: al igual que Macuga, la artista Lisa Reihana, usó el formato del antiguo diorama en el pabellón neozelandés en la Bienal de Venecia de 2017 para animar un papel pintado de 1805 que evocaba el tercer viaje del capitán Cook y se titulaba
Los salvajes del mar Pacífico.
Pocas veces son los artistas testigos directos.
Una de las características más claras del arte de historia reciente es que maneja y reelabora materiales ajenos, que son a menudo imágenes de las que se apropia. Así,
Simeón Saiz Ruiz, en la serie
J'est un je y otras posteriores, reinventa el género histórico al traducir las imágenes de prensa o televisión sobre las víctimas de la guerra de Bosnia-Herzegovina al lenguaje pictórico.
Esos materiales se reúnen, se recombinan y se reinterpretan, siendo el archivo uno de los formatos preferidos por los artistas. Lo han utilizado, entre muchos otros,
Walid Raad (The Atlas Group) en obras como
Mi cuello es más delgado que un cabello (2004), que analiza las características y los efectos de los 245 coches bomba que explotaron en el Líbano entre 1975 y 1941, o Pedro G. Romero en su Archivo F.X., que pone en relación la iconoclasia anticlerical en España con los proyectos radicales de las vanguardias artísticas.
Una colección de historias
Simeón Saiz Ruiz: Matanza de civiles en Sarajevo..., 1998. Foto: Universidad de Valencia. Col. Martínez Guerricabeitia
El archivo artístico, frente al archivo histórico convencional, presta atención a datos y, sobre todo, a imágenes que no forman parte de la historia oficial. A veces, se coleccionan lugares o hitos espaciales de la historia. Es lo que han hecho en diversas series fotográficas Bleda y Rosa -batallas, y en particular de la Guerra de la Independencia, cuevas prehistóricas, ciudades perdidas- o, en diversos soportes,
Ibon Aranberri, que ha estudiado la intervención del franquismo en el paisaje a través de obras públicas o monumentos.
Los archivos son a veces herramienta para la narración oral (o escrita) en acompañamiento de las imágenes, dando forma a una manera de historiar exclusiva del arte, inspirada en el documental pero cuestionando y pervirtiendo sus normas. Así actuó el maestro del formato,
Harun Farocki, en obras como
Videogramas de una revolución (1992), que examinaba a través de material de archivo anónimo cómo habían grabado las televisiones la caída del régimen de Ceaucescu en Rumanía. Y con similares presupuestos trabajan
Hito Steyerl, Deimantas Narkevicius,
Mario García Torres -
¿Alguna vez has visto la nieve caer?, sobre el One Hotel de
Alighiero Boetti en Kabul (2010)- o Rabih Mroué, que ha perfeccionado el formato de conferencia performativa en la que se desarrolla una muy subjetiva narración histórica.
Desde Latinoamérica la reconstrucción de las identidades nacionales pasa por la arqueología precolombina o por la antropología
Como decía, la evolución de la disciplina histórica marca el paso al arte.
En las últimas décadas ha incorporado perspectivas de raza y género, teorías postcoloniales y feministas que han propiciado el surgimiento de obras de arte que desentierran historias olvidadas, dando la vuelta al mundo. Esas historias son con frecuencia personales, pero tienen ejemplaridad social. La historia de los afroamericanos ha sido motivo de intensa reconsideración, destacando su transformación en teatro de siluetas de la esclavitud en la producción de
Kara Walker, o las diversas narrativas, lacónicas, de pura caracterización, en las vídeo-instalaciones de
Isaac Julien, desde el tráfico de esclavos al reconocimiento de los logros individuales, como los del explorador Matthew Henson o el abolicionista Frederick Douglas. William Kentridge, por su parte, ha celebrado con su obra, en forma de animación, toda una “comisión para la verdad y la reconciliación” sobre el régimen del Apartheid en Sudáfrica.
Cruzadas y arqueología
También desde el mundo árabe se ha reescrito, en imágenes, el relato del pasado. Así,
Wael Shawky, egipcio, teatralizó en su película de marionetas,
Cruzadas Cabaret: El camino a El Cairo, el punto de vista musulmán sobre la Primera Cruzada. Usó marionetas de más de 200 años de la colección Lupi de Turín y se basó en un libro de Amin Maalouf,
Las cruzadas vistas por los árabes. Y desde Latinoamérica la reconstrucción de las identidades nacionales pasa no pocas veces por la arqueología precolombina o por la antropología.
Se trata de despojar de interpretaciones foráneas los vestigios culturales como fuentes de la historia. La mexicana Marina Castillo Deball, por ejemplo, destripó los dibujos del Códice Borgia, escrito en náhuatl, con información sobre el calendario, las divinidades y los ritos. Y la peruana
Sandra Gamarra reventó el museo rehaciendo en nuevas pinturas de historia las vasijas cerámicas y los cuadros coloniales con los que los conquistadores impusieron artísticamente su dominio.
@ElenaVozmediano