Sala Alcalá 31. Alcalá, 31. Madrid. Comisaria: María Luisa Martín de Argila. Hasta el 28 de julio
Darío Villalba (1939-2018) fue un precursor. No es lo mejor que le puede pasar a un artista, porque el término le condecora pero señala también su impuntualidad con la historia. Llegar tarde te convierte en prescindible, pero llegar demasiado pronto te proporciona reconocimiento sólo a posteriori. En arte, los precursores sólo son identificados como tales mirando por el retrovisor. A esta necesidad de sincronía cronológica, podemos añadir un matiz espacial: porque no sólo es necesario estar en el momento adecuado, sino también en el lugar. Pienso todo esto con melancolía recorriendo la exposición de Darío Villalba en la Sala Alcalá 31. Contemplo sus obras y miro las fechas en las cartelas y me quedo pasmado. Porque si estos personajes, embutidos en burbujas de metacrilato, que cuelgan como crisálidas amenazadoras, me resultan novedosos ¿qué pensarían sus espectadores españoles de hace casi cincuenta años? ¿Qué pensó la crítica?
Es una de las mejores exposiciones de la temporada. La importancia de Villalba no dejará de crecer
Bien es verdad que el cambio de década de 1960 a 1970 supuso en nuestro país la irrupción de toda clase de novedades artísticas, una explosión de creatividad que reunió el pop y el conceptual, el fin de la hegemonía de la pintura abstracta con los albores del happening vernáculo. Aún así, en el contexto español, la fotografía aún no se había incorporado a las artes plásticas, de modo que la apuesta de Darío Villalba causaba más estupor que otra cosa. Lo que alguna década más tarde fue ya aquí moneda corriente: fotografías instaladas, pintadas o intervenidas, en las fechas mencionadas sólo se encontraban en el ámbito internacional: la refotografía de Sherrie Levine, la escultura-fotografía de Tony Oursler o la fotografía pintada de Gerhard Richter, que despegaban en esos mismos años.
Quizás sea necesario, para explicar esa sintonía con el panorama internacional, ofrecer algunos datos biográficos. Aunque nació en San Sebastián, Darío Villalba pasó buen parte de su infancia en Irlanda y Estados Unidos, debido a las misiones diplomáticas de su padre. En 1963, con poco más de 20 años, obtuvo una beca para estudiar en Harvard, y desde allí y directamente en Nueva York, asistió al comienzo del pop norteamericano. Una corta temporada en París y luego sucesivas estancias en Londres completaron una formación cosmopolita, insólita para un artista español de su época. Aunque había expuesto muy precozmente (en la madrileña sala Alfil, con sólo 18 años), es a la vuelta de estos viajes cuando realiza una obra verdaderamente personal.
Los encapsulados se imponen por su tamaño, pero también por su severo aislamiento, no sabemos si por sagrados o por infecciosos
Y tan madura que beberá de ella a lo largo de toda su carrera. Me refiero a los sucesivosencapsulados, cuyo primer grupo, los “encapsulados rosas” datan de 1968-1969. A partir de fotografías de periódicos y revistas, que cortaba, ampliaba y pintaba, compuso figuras de tamaño humano, pintadas de tonos rosas y anaranjados, insertas en cápsulas transparentes. Perfiles de personajes comunes y corrientes, cuya vulnerabilidad, en palabras del artista, quedaba protegida por esa segunda piel de plástico duro. Presentadas en la Bienal de Venecia de 1970, obtuvieron un reconocimiento inmediato y pusieron a Villalba en contacto con la vanguardia internacional.
El segundo grupo de encapsulados, más conocido, de fotografías en blanco y negro, es de 1972-1973 y se expuso en este mismo año en la Bienal de São Paulo. Son fotografías de prensa de personajes marginales, mendigos, locos, sufrientes en todo caso. Se imponen al espectador por su tamaño, pero también por su severo aislamiento, no sabemos si por sagrados o por infecciosos. En nuestro mundo saturado de imágenes, representa una hazaña conseguir que estos rostros sobrevivan intactos. Villalba, con su despiadada agudeza habitual, los llamaba “juguetes patológicos para adultos”. Se han interpretado desde otras perspectivas: por ejemplo, en relación con la tradición mística española de la ascesis y el despojamiento. Y Warhol, en su día, se refirió a las primeras obras de Villalba calificándolas de Pop Soul. Pop del alma, si se puede decir así. Y yo creo que por ahí podemos situarlas. Una vuelta de tuerca genial por la que las vulgares imágenes de prensa mantienen vivo su espesor humano y, si se quiere, espiritual.
Pero los encapsulados son la punta de un iceberg. Debajo hay todo un archivo monumental de imágenes, los llamados por Villalba Documentos básicos, con los que confeccionó cuadros y emblemas, en los que podemos ver esa fotografía como pintura que está en el centro de su creación y que resulta igualmente impresionante y conmovedora.
Esta muestra fue planeada por el propio artista junto con la comisaria, María Luisa Martín de Argila. Su muerte ha hecho imposible que la vea montada. Pero nosotros podemos ver lo que Villalba concibió como la mejor imagen de su trayectoria. Y para ello, por ejemplo, se han reunido por primera vez las dos generaciones de sus encapsulados, lo que es una completa novedad. Es una de las exposiciones mejores de la temporada. La importancia de Villalba no dejará de crecer.