En 2012 Paloma Polo (Madrid, 1983) fue a Filipinas por primera vez y en 2013 decidió instalarse allí. Su motivación inicial fue investigar sobre las luchas por el derecho a la tierra por parte de las comunidades indígenas. Poco a poco empezó a meterse en la realidad de un país formado por miles de islas y marcado por el enfrentamiento entre el gobierno y el Nuevo Ejército del Pueblo (New People's Army-NPA), el brazo armado del ilegalizado Partido Comunista de Filipinas-, unidades guerrilleras que operan en la clandestinidad. La artista se fue involucrando en la lucha de la guerrilla, descubriendo su estructura social y conociendo su organización humana, social, educativa, política y militar, hasta llegar a filmar durante cinco semanas su día a día. Fruto de toda esa experiencia Polo ha producido El Barro de la Revolución, una película de dos horas y media de duración que, asegura, es el trabajo más importante de su carrera hasta la fecha.
"Es extraño porque cuando entras en un universo distinto de relaciones sociales lo habitual es sentirte ajeno pero nunca me sentí así. Vi que, a pesar de la vida tan dura que tienen, sus lazos sociales son mucho más fuertes y la orientación al bien común es primordial", explica Polo a El Cultural. El objetivo que persigue la NPA desde hace más de cinco décadas es "la emancipación, la justicia social, la implementación de nuevos modelos sociopolíticos, culturales y de protección de la tierra", asegura la artista. Esta pieza es la que da título a la exposición que desde este jueves se puede ver en el Centro de Arte 2 de Mayo de Móstoles y en la que se reúnen otros trabajos como What is thought in the thought of people o El predicador y el maniqueo.
Pregunta. El Barro de la Revolución, una película en la que se adentra en el terreno político y la realidad social de la guerrilla en Filipinas, es la pieza central de la exposición. ¿Qué cuenta en ella? ¿Cómo consiguió que la aceptaran como una camarada más?
Respuesta. La película trata sobre la vida en un frente de guerrilla. Para filmar hay que entrar en la clandestinidad. Tras llevar tres años inmersa en las luchas sobre el terreno me sentí con la capacidad de poder tratar este conflicto, de saber qué podía filmar y narrar sobre su lucha. Cuando llegué a Filipinas no fue fácil, me veían como alguien que venía de Europa, como una artista visual y pocos se tomaban en serio mi capacidad de involucrarme. De hecho, muchos pensaban que era una espía de la CIA. Me llevó mucho tiempo ganarme la confianza de los activistas.
P. ¿Cómo lo consiguió?
R. Estaba haciendo un trabajo de investigación serio y progresivamente me comprometí solidariamente con ellos. Llegó un momento en el que me empezaron a tomar como una más y cuando llegué a un frente de guerrilla no me recibieron como artista, documentalista o periodista sino como una camarada que quería hacer una película. Tuve suerte porque pude ir filmar en 2015 antes de las elecciones, cuando la situación estaba un poco más calmada. Eso sí, me dijeron que si había el más mínimo problema saldría de allí inmediatamente así que cada día tenía que filmar como si fuese el último.
P. Esta pieza podría entenderse como un documental. ¿No pensó en abordarlo como tal?
R. Es una especie de documental pero no al uso porque no hay entrevistas, ni voz en off. Es más bien cine directo. Está grabado como una ficción porque realmente la mayor parte de las escenas están preparadas. Sí es un trabajo documental porque narra situaciones que no se conocen pero mi motivación también era pensar el mundo y en su posible transformación, y abrir discusiones críticas al respecto. Leer y estudiar es fundamental. He hecho proyectos colaborativos más ortodoxos académicamente, pero cuando más he aprendido de la vida y de la política ha sido con la gente que trata de sobrevivir y luchar por la justicia social y la democracia.
P. Muchas de las escenas están grabadas en plano corto. ¿Qué le aportaba esta manera de filmar?
R. Es una postura radicalmente política. La confianza y el compromiso entre nosotros tejieron la profundidad y densidad cinematográfica. A partir de ahí la película fue posible y emergió como proyecto colectivo, construyendo un retrato coral que narra el día a día en nuestra unidad de jóvenes guerrilleros. Mi tarea era dirigir pero, siguiendo la práctica habitual en la revolución, todos participaron en la concepción y reflexión de las escenas.
P. El bosque tropical en el que se filma se convierte en un personaje más. ¿Cuál es su papel?
R. El bosque se convierte en metáfora y personaje. Al igual que la revolución, el bosque se extiende por toda la geografía filipina y, aunque ambos se ofrecen de forma natural y sencilla, la profundidad y complejidad de sus ecologías no se rigen por concepciones y clasificaciones comunes. Todo lo que ocurre está envuelto en el ensordecedor sonido de las cigarras, tan inextinguible como el peligro al acecho, tensando y desbordando las imágenes. Este sonido se impone como banda sonora y parece funcionar como testigo de todo lo que ocurre fuera de cámara, de la emergencia que organiza las relaciones sociales en la guerrilla. También funciona, junto al escarpado terreno, como escudo protector. Además de esto, el bosque es un actor esencial pues proporciona la energía básica para reproducir las condiciones de producción revolucionarias.
P. Antes hablaba del día a día de la guerrilla. ¿Cuál es la labor que lleva a cabo, cuáles son sus tareas?
R. No exagero cuando digo que la lucha armada supone un 10% de su labor. Este movimiento revolucionario busca la transformación cultural, social, económica y política y durante el 90% del tiempo se dedican a dar atención médica y educación en las comunidades indígenas que no la reciben. Otro pilar es la revolución agrícola, con la que tratan de mejorar los cultivos para que puedan generar cooperativas para salir del sistema capitalista y ser autosuficientes. También tienen organizaciones de mujeres, culturales y artísticas. En las zonas donde la población está más organizada y ha alcanzado una conciencia política suficiente les dan los instrumentos para que creen sus propios órganos de gobierno mientras ellos se quedan al margen como apoyo.
P. ¿Cómo ha sido la relación y el trabajo con ellos?
R. El espectador tiene que ver cómo sienten y piensan estos guerrilleros y la película tiene que apelarle de una manera más personal. En este sentido, hay una decisión que los protagonistas tomaron y una responsabilidad que asumí y es que aparecieran a cara descubierta. Ellos están en la clandestinidad y en el momento en el que salga esta película si ellos dejan la guerrilla o el anonimato serán asesinados inmediatamente. Así que confiaron en mis capacidades artísticas para realizar un trabajo justo.
P. ¿Qué impacto cree que va a tener este proyecto en el espectador?
R. Creo que es un retrato personal e íntimo. Parece que te transportas al lugar, no se nota la cámara. No es una película violenta, es muy positiva y fuerte a nivel personal. La hice pensando en que apenas nadie sabe sobre lo que ocurre allí y, sin llegar a ser didáctica, todo se explica dentro de ella, no hace falta conocer la situación para entenderlo.
El exilio español en París tras la guerra civil
A pesar de que El Barro de la Revolución es la pieza principal, en la exposición también se pueden ver What is thought in the thought of people, una animación más breve en la que aborda la lucha por la tierra de las comunidades indígenas de Filipinas, una serie fotográfica "relacionada con la cosmovisión de la cultura indígena", dos series de dibujos y un collage que hunde sus raíces en una carta que Javier Pradera envió a Jorge Semprún. Esta última surge de una investigación histórica sobre el exilio español en París tras la guerra civil. Su inquietud y su carácter curioso le llevaron indagar y, cuando en 2016 recibió la invitación para participar en Les Laboratoires d'Aubervilliers, comenzó a desarrollar el proyecto Classes de Lutte.
Aunque inicialmente el proyecto era más amplio, durante el año que duró la residencia y dado que, tal y como confiesa, trabaja lento, el resultado fue El predicador y el maniqueo, una pieza que recoge un episodio concreto sucedido entre los dos personajes centrales de la lucha antifranquista mencionados. "Pradera, como militante comunista, le escribió una carta a Semprún, que era miembro del comité central del PCE y entraba clandestina y periódicamente en España para organizar a los sectores más progresistas de la cultura, con una serie de perspectivas críticas tras el fracaso de un intento de huelga nacional organizada por el partido. Semprún respondió de manera arrogante y casi insultante, de modo que Pradera le replica con un texto de gran calidad literaria en el que tacha a Semprún de 'predicador' que radicaliza sus consideraciones críticas convirtiéndole en el 'maniqueo'", comenta Polo. A partir de esta situación la artista se formula una serie de preguntas sobre cuál es el lugar de la política y del pensamiento independiente en nuestros días.
P. Con todo, ¿qué papel puede tener el arte en el cambio de las sociedades?
R. La discusión sobre la relación entre arte y política es infinita y hay muchas posturas. Yo no me llamaría artista-activista aunque la militancia sea el motor de mi quehacer artístico. Siempre ha habido artistas involucrados en movimientos revolucionarios o políticos pero el arte tiene que tener una autonomía. Cuando este se ha puesto al servicio de la política o, al revés, cuando el arte pone a la política a su servicio, los resultados suelen ser problemáticos. Creo más en una especie de complicidad entre ambas partes que se da con autonomía y libertad.