Cientos de carteles repartidos por toda Viena reproducen el ala de abigarrado plumaje que tan hermosamente dibujó Alberto Durero (Núremberg, 1471-1528). Anuncian la exposición de la que quiero hablar, aunque ese póster de grandes dimensiones demanda mucha atención antes de entrar en la Albertina, sede de la muestra. Porque, ¿qué ala es esa? ¿a qué ángel le fue arrancada? ¿de qué afrenta da testimonio? Un instrumento de vuelo amputado, arrojado al suelo, fue levantado y redimido en ese fabuloso dibujo que sufrió al pormenor su belleza. Y cuando lo veo en la exposición, apenas más grande que la mano extendida de un niño, no alcanzo a distinguir el infinito detalle que las ampliaciones de metro y medio me permitían conocer en los carteles publicitarios.
¡Qué extraordinaria mirada la de ese maestro que pone en su dibujo mucho más de lo que somos capaces de ver! Y si reparamos bien en la fisonomía de este ala abierta, con su maravillosa gradación de colores, con el tacto de las plumas a la vista, observaremos una pequeña irregularidad, la marca de una herida a la altura del álula. ¿Será esa la prueba de la afrenta? Registra la lesión que sufrió una carraca al engancharse en la red con la que se le dio caza. Es el ala de ese pájaro herido, y no de otro: lo que de ese ave de canto ronco queda. Y su dibujo, el de ese remo emplumado, sin pareja, sin cuerpo, sin ángel, pero extendido para el vuelo, se esmera en darle vida. Hoy sirve de enseña a la nueva exposición dedicada a su autor en Viena, en la cual se juntan 205 piezas.
Decir exposición de Durero en la Albertina es decir celebración de un maestro incontestablemente identificado con la casa que alberga la muestra. La Albertina posee casi un centenar y medio de piezas de Durero: un acervo cuya procedencia nos lleva además hasta los tiempos y el taller del artista, de donde salió el deslumbrante lote de dibujos y estampas que hoy sigue conservando en su integridad esa casa. El público aficionado recordará la exposición del Museo del Prado Durero: obras maestras de la Albertina, de la primavera de 2005. Pero aún sería mejor recordar la otra gran exposición Albrecht Dürer que la Albertina organizó en sus salas en 2003. Regresa dieciséis años después Alberto Durero como objeto de exhibición eminente al museo vienés. El mismo tesoro de obras sobre papel del artista vuelve a ser sujeto de interpretación, acompañado por otros préstamos, seleccionado de otra manera, ordenado según otro criterio. Entiéndase que los dibujos y grabados están sujetos a normas de conservación preventiva que limitan enormemente sus tiempos de exhibición y que sólo en contadas ocasiones pueden ser mostradas. Tan inaccesibles resultan algunos de los originales ahora expuestos, que no han llegado a ser vistos públicamente más de nueve veces a lo largo de toda la historia; notable circunstancia, a qué dudarlo, para una exposición que se parece mucho al dispositivo de una festividad. Porque la Albertina ha convenido –según se entiende esta iniciativa tan afortunada– en celebrar a Durero cada dos décadas, como los hinduistas festejan el Kumbha Mela cada doce años junto al Ganges: por devoción a lo que custodian.
Asistimos, así pues, a una fiesta Durero que quizá no se reedite, al menos, hasta el 2035, y cuyo singular pregón lleva como enseña la colorida ala de carraca que el maestro dibujó sobre pergamino hacia 1500. Se presenta esta junto a los dibujos de plantas y animales exhibidos para enfatizar ante todo al infatigable observador. En efecto, la exposición concebida por el comisario Christof Metzger conduce nuestro interés hacia el virtuoso de la observación. El recorrido muestra la diversidad de instrumentos y soportes utilizados por Durero para representar objetos, figuras y temas igualmente diversos, da cuenta de la prodigiosa adecuación que se produce por obra de un artista inmenso entre el asunto y la técnica. Nos conduce desde los dibujos de quien fuera aprendiz de orfebre en el obrador de su padre hasta las escenografías para la exaltación política de quien fue su poderoso comitente, el emperador Maximiliano I. Nos lleva del grabador al retratista, del visionario ilustrador del Apocalipsis al cuidadoso dibujante de plantas, del artista que se autorretrata desnudo al teórico de la proporción. Rompe con el corsé estrictamente biográfico de la retrospectiva más común de Durero, para poner cuidado en evidenciar la versatilidad técnica y la riqueza de procedimientos del artista. El diálogo entre las pinturas y los dibujos logra extraordinaria intensidad con la exposición del San Jerónimo de Lisboa junto a dibujos preparatorios, como también se establece entre dibujos y estampas en otros casos.
El visitante tiene mucho para disfrutar y conocer. Pero notará que el estudio material de Durero que se le promete no ahonda tanto en su objeto como cabría pronosticar. Es más, las tesis que el guion curatorial formula tienen mucho interés cuando abundan sobre lo conocido y, en cambio, van sobrados de extravagancia cuando se aventuran en consideraciones nuevas, como ocurre con Jesús entre los doctores del Museo Thyssen, cuyo proceso de ejecución reescribe sin empacho, pero también sin convicción. ¡Qué hermosa elevación proporciona el abigarrado plumaje del ala que anuncia esta muestra! Hagamos por realizar ese vuelo en la visita.