Su primera fotografía la hizo cuando tenía seis años pero no fue hasta que cumplió los 20 cuando se dio cuenta de que esta disciplina se convertiría en su forma de vida. Al principio salía a la calle con su cámara de fotos y trataba de retratarlo todo pero siempre esperaba tropezarse con las ideas que recorrían su mente. En ese momento empezó a prescindir del azar para crear y materializar esos pensamientos. Así, Chema Madoz (Madrid, 1968) se convirtió en un mago que juega con nuestra percepción de la realidad. Algunas de las imágenes tomadas entre 1982 y 2018 se reúnen en La naturaleza de las cosas, una exposición que se puede ver hasta el próximo 1 de marzo en el Pabellón Villanueva del Real Jardín Botánico de Madrid.
Cuando tuvo claro el camino por el que quería caminar era consciente de que estaba “tomando distancia con la corriente de fotógrafos ortodoxos que hacían su trabajo sin tocar nada de lo que tenían delante”, comenta el artista. Su manera de entender la disciplina le ha obligado desde entonces a mantenerse alerta “y atento para ver las cosas desde otro punto de vista”, y a trabajar con diferentes elementos en torno a la idea que ronda sus pensamientos.
Esta muestra es un recorrido por la obra de Madoz hilada en torno un mismo tema: la naturaleza. “Cuando me propusieron una exposición con un motivo con el que articularla pensé en hacerlo con los subgrupos como la música o el tiempo que veo en mi trabajo. Es cierto que tengo una querencia a trabajar con algunos elementos que no se agotan”, afirma. En este sentido, incluso para el propio artista fue “un hallazgo” ver la cantidad de imágenes que juegan con la idea de naturaleza: “siempre he tenido una conciencia relativa sobre el uso de nubes, árboles o el agua pero no lo había visto en su conjunto”.
De modo que Madoz expande su ingenio a la naturaleza y “funde los reinos vegetal, animal y mineral, dando lugar a un reino propio en el que transforma hojas, ramas, nubes, maderas, plantas, flores y piedras ofreciendo las combinaciones más inesperadas”, recuerda Oliva María Rubio, comisaria de la exposición. De sus yuxtaposiciones y combinaciones que subvierten las reglas de la naturaleza surgen asociaciones insólitas que denotan cómo “a pesar de la apariencia sólida con la mínima alteración nos muestra la fragilidad del mundo”.
Un cubo de hielo que es un regalo, un dedal que hace la función de jarrón o una nube que se convierte en la copa de un árbol llevan al espectador a interpretar lo que Madoz presenta. Por eso, el fotógrafo nunca titula las imágenes: “me parece que poner nombre a las obras corta las alas del espectador”, afirma. Ese es el juego en el que involucra al visitante y lo que hace, opina, que su obra “pueda interesar a estratos muy diferentes de públicos y los más jóvenes lo vean como algo natural. Es una reflexión del mundo a través del juego y el juego es la primera relación con la idea de conocimiento, la manera de ir aprendiendo y disfrutando del entorno”.
Ese mundo onírico siempre lo ha creado en blanco y negro. No es algo casual sino una característica que adoptó por varios motivos: por un lado, el cine que le marcó estaba grabado así y, por el otro, considera que el blanco y negro representa el universo de la imaginación. Además, siempre pensó que “en color no funcionaría”, y aunque recientemente ha cambiado de opinión prefiere mantener ese estilo tan personal que recuerda a Magritte y a Joan Brossa.
Y si bien es cierto que el trabajo de Chema Madoz nos interpela y sorprende a partes iguales el origen de toda pieza tiene un primer objetivo: “trato de sorprenderme a mí mismo y juego con la esperanza de que a alguien le pueda suceder lo mismo”.