“Estoy sonriendo”, escribe una joven sobre un selfie en el que posa con la mascarilla puesta. El Covid-19 nos ha robado la expresión, el rostro, la individualidad. El mundo entero participa desde hace meses en una funesta mascarada que está haciéndonos conscientes de la importancia de vernos las caras. De máscaras e identidades en la modernidad versa esta exposición que tendría que haberse inaugurado el 24 de marzo y que tuvo que esperar a finales de julio. Los comisarios, Luis Puelles y Lourdes Moreno, no podían imaginar cuando la concibieron que todos quienes la visitaran, en un giro tragicómico, deberían ocultar su propio semblante para enfrentarse a las obras seleccionadas.
Es un argumento bien interesante este de las máscaras modernas, y nos equivocaríamos si lo diésemos por sabido y, sobre todo, por visto. Se ha investigado la influencia de la escultura africana en las primeras vanguardias del siglo XX, se ha explorado la vena grotesca y carnavalesca en el arte, se ha subrayado la fascinación por las figuras de la commedia dell’arte o del circo, se ha sondeado la ambigüedad y la multiplicidad de las identidades que caracterizan la psique contemporánea. Pero hacer todo eso junto, a la vez, lo facilita solo la máscara, objeto enigmático, que recupera a través del arte, en nuestro tiempo, algo de su antiguo poder mágico. Luis Puelles habla de “reencantamiento” para referirse a esta potencialidad, y esa dimensión antropológica, ancestral, es subrayada en la muestra a través de unos pequeños conjuntos de máscaras africanas (de la colección Sánchez-Ubiría) y de representaciones escultóricas de máscaras precolombinas, que tienen su eco en las de Gargallo o André Derain.
El objeto enigmático de la máscara recupera a través del arte, en nuestro tiempo, algo de su antiguo poder mágico
La exposición sigue un hilo: la facultad transformadora de la máscara, la cual va perdiendo su objetualidad –que, en la representación pictórica, no tuvo nunca– para fundirse en el rostro, adquiriendo una cualidad fantasmal. Estas máscaras no protegen, como las que llevamos hoy, sino que exponen y nos exponen a aquello que hace peligrar el orden social y la seguridad personal: la hipocresía y el vicio, la animalidad, la angustia existencial, la sinrazón, el vacío. Al ocultar, revelan. El proceso parte de los “Disparates de carnaval”, en los que se disfraza la identidad para dar salida a fuerzas disruptivas. En el origen de todo, Goya, que tituló uno de sus Caprichos con la sentencia “Nadie se conoce”, con la que denunciaba el engaño en las relaciones interpersonales –del que sería metáfora la máscara– y que hoy podríamos cada uno leer también como la imposibilidad de saber en realidad quiénes somos. Y de Goya a Solana, Ensor, Evaristo Valle, Castelao, Arturo Souto…
A través de la pintura y el dibujo, medios dominantes en la muestra, y con el aliciente de contar con una importante presencia de artistas españoles que trabajaron en la primera mitad del siglo XX –insuficientemente atendidos en las programaciones expositivas de tantos museos que deberían profundizar en su estudio–, la exposición acierta a aproximarnos a un multiforme tema que sin duda tiene una relevancia en la modernidad y lo hace, dados los tiempos que corren, con sensatez: con artistas y obras accesibles en colecciones españolas –también particulares y corporativas– y con la justa medida de autores internacionales para contextualizar, sin renunciar a la óptima, o casi, adecuación al relato.
La vena expresionista, en el sentido más amplio, tiene un considerable desarrollo en la muestra pero hay ciertamente en ella otro eje en el que la máscara es fuente de inspiración para la experimentación formalista, que esencializa faz y figura: de un lado, están los artistas que se basan en las máscaras africanas o, más genéricamente, tribales, como Picasso, Modigliani, Léger, González, Ferrant o Lam, que protagonizan la sección “Máscaras sobrenaturales” y, de otro, los que acuden a las máscaras neutras –teatrales, industriales–, como Rodchenko, Goncharova o Togores. Hay puntos de especial interés en el recorrido, en la presencia de algunos de los mejores artistas de nuestras vanguardias como Nicolás de Lekuona, Maruja Mallo o Alberto Sánchez o, ya dentro del capítulo final de “Rostros transfigurados”, en los ejemplos de retrato “amascarado” (Olga Sacharoff, Rafael Barradas) o en la conversión de la máscara en pintura facial, en maquillaje (František Kupka, Walt Kuhn). Con Claude Cahun quedan solo anotados la deriva del disfraz y el ámbito fotográfico; una pena, aunque quizá los conozcamos ya mejor, que se nos pasa con un final brillante: volvemos a Goya (en retrato del excéntrico Carlos González Ragel) y a Ensor (en autorretrato al aguafuerte), con máscaras esqueléticas que emergen a la piel desde los adentros y que nos recuerdan la relación de estos objetos fascinantes con la muerte y el más allá.