Hoy, lo confieso, estoy cabreado (en realidad llevo bastante tiempo así). Vaya por delante que no hago responsable de mi enfado al bichito que nos trae de cabeza. Al fin y al cabo este coronavirus se comporta como todas las especies: intenta sobrevivir. Y si para sobrevivir tiene que cambiar –mutar– pues muta; esto es lo que hace el virus que causa la gripe, por eso las vacunas cambian año tras año (moraleja, el actual coronavirus está aquí para quedarse; irá mutando). Los microorganismos como virus y bacterias son muy astutos: aprovechan el menor resquicio para sobrevivir. Así está sucediendo con los benditos antibióticos: cuando no completamos el tratamiento porque nos sentimos mejor, las bacterias a las que combaten, debilitadas pero no muertas, toman nota y algunas encuentran triquiñuelas para mutar y hacerse resistentes, transmitiendo esa resistencia a su “descendencia”. Puro darwinismo.
Pero déjenme decir por qué estoy cabreado (solo en parte). Para quienes no están versados en ella, la ciencia es fundamentalmente un conjunto de resultados, que nos enseñan mucho y de los que nos beneficiamos aún más. Ahora bien, para que suceda esto es preciso que los científicos obedezcan a una serie de reglas básicas, sin las cuales no podrían producir esos resultados. La primera regla es que los sistemas, las teorías que se construyen en ciencia deben ser consistentes; esto es, que sus supuestos básicos, sobre los que se construye el edificio, no entren en conflicto entre sí. Al menos desde la época en que Euclides de Alejandría (h. 365-275 a.C.) compusiera los Elementos, esto está perfectamente claro. No hay momento superior en la historia del pensamiento griego que el de la composición de esa obra sobre la geometría, el texto matemático por excelencia, en el que con la precisión, elegancia y saber del cirujano mejor dotado se compone un edificio de proposiciones matemáticas a partir de un grupo previamente preestablecido de definiciones y axiomas, que no se contradicen entre sí y que se combinan siguiendo las reglas de la lógica, produciendo demostraciones. Demostraciones que se condensan en proposiciones o teoremas, que se justifican únicamente en base a los enunciados previos y a las reglas lógicas utilizadas para llegar a ellos. La influencia de los Elementos ha sido gigantesca: ha conocido más de 800 ediciones (al parecer, sólo superada por la Biblia).
El Gobierno no ha atendido aún la petición de un grupo de científicos para hacer una comisión independiente de evaluación
Coherencia, consistencia, es una de las lecciones de la ciencia. De la ciencia, la gran asignatura pendiente de España, que, nos decimos, debemos esforzarnos en superar. Pero para que una comunidad mejore en algo debe existir previamente una “atmósfera social”. Y nada debería mostrar mejor la “atmósfera social” de un país que el Gobierno elegido democráticamente que lo representa. Sin embargo, el Gobierno actual de España dista mucho de mostrar coherencia. Todo lo contrario, constituye un ejemplo prístino de inconsistencia. Una parte defendiendo la Constitución y otra atacando algunos de los contenidos de ésta. Criticar, tratar de enmendar la Constitución es perfectamente legítimo (yo mismo desearía que se cambiase algo, como la inviolabilidad en cualquier supuesto), pero sólo si lo propone un órgano constitucional que actúe con coherencia.
Y qué decir del Congreso de los Diputados, un ágora donde reina –o así lo parece– la descalificación y, sobre todo, la fidelidad al partido, o más bien al dirigente máximo de turno. (A veces –lo siento– más que una reunión de notables, me parece un rebaño, que obedece al pastor… y a su perro). Una de las ramas de la matemática es la “axiomática”: olvídate del significado que se da a los elementos que componen un sistema, analiza únicamente las relaciones lógicas entre ellos. Obra paradigmática de la axiomática es Grundlagen der Geometrie (Fundamentos de la Geometría, 1899), de un gran matemático, David Hilbert. El espíritu de este libro se resume bien en una frase del autor: “Uno debería ser capaz de decir siempre, en lugar de puntos, líneas rectas y planos, mesas, sillas y jarras de cerveza”. Pues bien, si pensamos en las denominadas “comisiones de investigación parlamentarias”, lo que debería ocurrir es que éstas se establecieran independientemente de los intereses de partido, que obedecieran una, digamos, regla axiomática. Y que se formalizaran, obvio es decirlo, siempre que existan las oportunas sospechas (aunque yo preferiría que se dejase a los jueces encargarse de esto). Actualizando la frase anterior de Hilbert, se podría decir entonces que debería dar lo mismo Partido Popular que Unidas Podemos.
Una segunda regla básica en ciencia es la de la evaluación externa. Uno nunca es buen juez de sí mismo. Por ejemplo, ¿se han utilizado en España los procedimientos correctos para intentar controlar la pandemia? Es una pregunta razonable, pero hasta el momento el Gobierno no ha atendido la petición de un grupo de científicos para que se establezca una comisión independiente de evaluación. Lo que sobre todo tenemos –aparte de los insufribles monólogos autocomplacientes del presidente del Gobierno– son los informes de Fernando Simón, que me hacen recordar a Karl Popper, que tenía a marxistas y freudianos como ejemplos canónicos de lo que no es la ciencia, en tanto que encontraban siempre explicación (a posteriori) a todo. Un ejemplo manifiestamente anticientífico, que el muy popular señor Simón no ha criticado, es la utilización, absolutamente tendenciosa, de los criterios para contar los muertos víctimas del coronavirus, o para establecer porcentajes. Pobre matemática, desgraciada estadística, que sufre de manipulaciones políticas tan groseras como evidentes.