La obra de Elena Asins emociona como la música barroca y la dodecafónica. Al igual que ocurre con las variaciones de aquellas estructuras musicales, deslumbra a nuestro intelecto la arquitectura de sus formas: cuadrículas, figuras geométricas fragmentadas y sus anversos, vacíos. Pero también fascina la pulcritud de su manufactura, de líneas exactas y limpias hasta los años ochenta, cuando consigue que sus variaciones sean impresas por máquinas. Las consideraba sus amigas.
Después de la gran exposición justo antes de la pandemia en la galería Freijo de Madrid, donde pudimos admirar papeles y esculturas, en esta apertura madrileña su obra sobre papel del periodo comprendido entre 1971 y 1995 vuelve a la galería de Elvira González, con quien trabajó bajo el extinto sello Theo, gracias a la admiración que suscitaba entre sus colegas artistas, de Palazuelo a Gordillo.
La obra de Elena Asins emociona como la música barroca y la dodecafónica. Deslumbra a nuestro intelecto
Excepcional, Elena Asins (Madrid, 1940 - Azpiroz, Navarra, 2015) fue una artista a contracorriente, ajena a la España bajo la dictadura, que cultivó el exilio en el extranjero y el exilio interior en nuestro país. Ejerció la crítica de arte y mantuvo siempre firme su perfil de investigadora. Estudió Bellas Artes en París, fue la única fémina en la exposición Arte objetivo y en la también célebre Nueva Generación en los años sesenta, pasó por el Centro de Cálculo de la Complutense y siguió investigando semiótica con Max Bense en la Universidad de Stuttgart. También estuvo como profesora visitante en el programa Computer Art en la Universidad de Columbia en Nueva York, donde conoció la gramática generativa de Noam Chomsky. Puro animal lingüístico, sus dominios fueron de la teoría del arte, la poesía e infinitos juegos geométricos, a la instalación y el vídeo experimental. Independiente, cosmopolita, feminista. Todavía al final, cuando el Museo Reina Sofía celebró su gran retrospectiva, sacándola de su reclusión en un pueblo de Navarra y le fue concedido el Premio Nacional de Artes Plásticas, no se reconocía como pintora, ni escultora o escritora. Seguía preguntándose si eso que hacía era arte. Lo suyo era, como escribió en alguna ocasión: “construir sin pausa ni medida, de una manera activa y desenfrenada, plenamente agotadora, el cúmulo de ideas e interpretaciones, variaciones de una constante pregunta por el sentido del ser y el estar en un lugar absoluto y cómo y de qué manera componer espacios figurados con tiempos imaginarios en él”. Una posición en el mundo.
Ese rigor inquebrantable es el que encontramos en esta exposición. Subraya la generación de formas como procesos que constituyen el alfabeto esencial en la obra de esta pionera, del conceptual al minimal, en series que la ocuparon durante años, como Canons 22 o Zettel. Le apasionaba la teoría de Ramsey, un campo de la geometría que estudia las condiciones bajo las cuales ha de aparecer el orden en la forma: ¿Cuántos elementos debe contener una estructura para garantizar la existencia de una propiedad particular? Desde nuestra actual situación de pavor ante la segunda oleada de la pandemia, apreciamos mejor cómo el espacio de la geometría se convirtió en el único lugar seguro para las generaciones que crecieron tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial y por qué el construccionismo neoconcreto fue el contrapeso a la carga emocional de la gestualidad cuando, por fin, se pudo salir hacia una renovada modernidad de formas nítidas y pulidas.