El vacío es uno de los motores de la creación. Esos momentos de descanso y de silencio, de aparente inactividad. También aparece en las propias obras de arte, en las pausas de los lienzos, en los espacios de las esculturas. Y es fundamental en la filosofía oriental a la que Patricia Azcárate (Madrid, 1959) se agarra en muchos de sus trabajos. Ha experimentado con todo tipo de materiales, soportes y técnicas –lienzos, papeles, instalaciones, esmaltes, cristal, telas– que se despliegan ahora en las dos primeras plantas del Museo Esteban Vicente de Segovia, en un fértil diálogo con el pintor que da nombre al centro.
La conversación va in crescendo en el montaje. Comienza en una primera sala con trabajos más alejados de Esteban Vicente, menos referenciales. En Piel de agua (2020) la pintura se arruga sobre el lienzo, dejando ver los pliegues de la gasa, las humedades y cicatrices de su proceso. Y en Emoción contenida (2020), los azules y rojos explotan en un maremoto de capa pictórica.
Pero hay en el recorrido momentos muy finos, que alcanzan su clímax en Habitar la luz (2020), una instalación-pintura-pieza sonora que desborda las categorías a las que tanto nos gusta recurrir. Habla de naturaleza, quizá de deshielo, a través de un juego de volúmenes en el que los papeles y telas colgados de delicadas varillas evolucionan hacia bastidores. Remiten a los campos de color de Esteban Vicente, a piezas como un pequeño collage que aún permanece en mi retina: franjas hechas con trozos de papel coloreados que generan un baile de figuras de extrema sencillez y belleza. En Habitar la luz, Azcárate juega con las texturas, impregnando las telas a distintos ritmos de color, alternando los soportes, acudiendo a la gráfica oriental.
Azcárate juega con las texturas impregnando las telas a distintos ritmos de color, alternando los soportes
Da cuerpo a los cuatro elementos naturales: el fuego, en esas piezas de cristal, fruto de sus incursiones en la Real Fábrica de La Granja; el agua, depositada en un recipiente negro, que deja ver en el surco blanco su evaporación y el paso del tiempo; el aire, en el cielo azul de las telas y en el propio movimiento de la pieza; y la tierra, que parece un pigmento dorado en el que se hubieran olvidado pequeñas piedrecitas y restos vegetales. Y todo ello envuelto por la música de Ramón González-Arroyo, adaptada para la instalación.
En esta cartografía del paisaje las formas orgánicas de cristal se derraman en las esquinas y hacen un guiño a los elementos acuáticos del trabajo de Esteban Vicente. Se concentra en esta sala y continúa en la planta superior, en un grupo de frenéticos dibujos a carboncillo y un círculo trazado en el suelo con arena volcánica. Conversan, a su vez, con los cuadrados negros sobre fondo blanco del artista de Turégano y con un collage que bien podría ser un boceto de la instalación que vemos ahora bajo nuestros pies.
Son también una delicia los Divertimentos (h. 1968-1995) de Esteban Vicente, situados en tres vitrinas. Tienen algo del famoso Circo de Calder, aunque Vicente no les diera importancia y los hiciera con los retazos de materiales que encontraba en su estudio. Patricia Azcárate interviene aquí discretamente con unas telas plegadas y una pequeña maqueta. Un diálogo –el primero que organiza el museo con un artista vivo– para el que la pintora ha trabajado duro y al que la comisaria ha sabido sacar jugo seleccionando, a posteriori y con tino, las piezas de Esteban Vicente que le acompañan. Lo siguiente será una individual del joven Gonzalo Borondo.