En ocasiones la pintura cataliza no solo un haz de elecciones formales sino también un documento de cultura y de memoria sobre una determinada ciudad y sus contextos sociales e históricos. Los paisajes de la transformación moderna de Bilbao, los imaginarios sociales que litigan entre una herencia del pasado y los que emergen como destellos modernos, y las tensiones en el realismo y la figuración que disputan nuevas formas modernas para esos imaginarios quedan grafiados en el conjunto de obras que, bajo el título de Bilbao y la pintura, se exponen en el Museo Guggenheim Bilbao hasta finales de agosto.
La muestra acoge una treintena de pinturas realizadas por artistas que trabajan en Bilbao en el periodo que va de la segunda guerra carlista (1876) y el inicio de la Guerra Civil de 1936. Acontece en ese periodo una creciente desintegración de la sociedad tradicional, definida como una comunidad rural cohesionada por vínculos de etnia, lengua y parentesco, y un proceso de modernización mediante el desarrollo del comercio, de planes urbanos e industriales. La emergencia de una burguesía comercial, minera, naval, industrial y financiera, así como de otras clases de profesionales y trabajadores convertirán a Bilbao en una ciudad más heterogénea y compleja. Artistas como Adolfo Guiard, Paco Durrio, Darío de Regoyos y Francisco Iturrino, que habían viajado a París, serán catalizadores de cosmovisiones modernas asociadas al Impresionismo francés y las vanguardias, junto a otros como Aurelio Artea y Olasagasti. Y serán el contrapunto renovador de una tradición pictórica de los hermanos Zubiaurre, José Arrúe o Gustavo de Maeztu que recreaban unos imaginarios costumbristas y a veces nacionalistas.
Una exposición para visitar en familia y para evocar anamnesis múltiples y nostalgias de la historia de Bilbao
Se inicia el recorrido con un encantador grabado de Georg Braun & Frans Hogenber sobre Bilbao fechado en 1575 y ese preámbulo se acompaña con una oportuna línea de tiempo donde se registran hitos de la historia de la ciudad entre 1739 y 1936. Una secuencia de fotografías en gran formato condensa momentos de su devenir histórico y su entorno. El recorrido se organiza en tres salas que atienden a un doble propósito cronológico y temático que facilita una recepción clara de la muestra. Destaca la figura de Durrio, autor de la conocida escultura Monumento a Juan Crisóstomo de Arriaga, que está en el exterior del Museo de Bellas Artes de Bilbao; y menos conocido por su papel de albacea de la obra de Gauguin y por su ayuda al joven Picasso y a otros artistas en París.
En la primera sala se muestra una selección de pinturas de Adolfo Guiard, Ignacio Zuloaga, Anselmo Guinea, Manuel Losada y José Arrúe que despliegan las diversas panorámicas que componen el nuevo paisaje económico, social y urbano del Bilbao de finales del siglo XIX. Destaca el célebre óleo de Guiard La ría en Axpe (1886), que evoca una atmósfera melancólica. La figuración expresionista de tono atemperado y plena de juego cromáticos de los trabajos de Manuel Losada tiene un interés notable. Ignacio Zuloaga está presente con una rara pintura, Amanecer (1894), lejos de sus convenciones pictóricas más conocidas.
Adolfo Guiard: 'La ría en Axpe', 1886
Escenas de mar y montaña constelarán la segunda sala. Ejemplos como La siega (1892), de Guiard o las magníficas pinturas de Francisco Iturrino Los garrochistas o Escena campera (1912-14) o Fiesta en el campo (1914); revelan ecos del impresionismo y de los fauves descubiertos en su estancia en París. También se muestra el conmovedor Tríptico de la guerra (1937-38) de Aurelio Arteta, que podemos considerar la pieza más sobresaliente de la exposición. Otras puestas en forma de la tradición cultural se presentan en la tercera sala y componen una visión etnográfica del folclore y del mundo rural. De nuevo destella Arteta, con una estilizada figuración costumbrista, así En la romería (1917-18) o en la magnífica Eva arratiana (1913). Jesús Olasagasti, con su Recogida de la manzana (1930) expone la pintura más asociada al modernismo cezanniano. Mientras que Arrue sublima el costumbrismo vasquista con la Romería en Arracudiaga (1919). Ucelay, otro modernista excéntrico, está presente con varias obras como el gran mural Bermeo (1933) y Danzas suletinas (1956), de un realismo figurativo más estilizado.
La muestra se acompaña con una magnífica publicación que integra un pormenorizado estudio de esa época a cargo del comisario. Tal vez se eche en falta una incorporación de otros lienzos que remitan al imaginario obrero y a sus paisajes culturales y urbanos que emergen en ese periodo.
Los apremios y restricciones motivados por la pandemia obligan a las instituciones a programar teniendo más en cuenta a los públicos locales. No resulta extraño entonces que, en el caso del Museo Guggenheim, en cuyo historial de visitantes los foráneos han sido superiores a los locales, esta muestra tenga la virtud de atraer a los segundos y de paso despertar su interés por artistas y obras de signo más contemporáneo. Una exposición para visitar en familia y para evocar anamnesis múltiples y nostalgias de la historia de Bilbao.