Dice la artista Cecilia Vicuña que todo acto creativo es una colaboración, cada palabra que pronunciamos, cada pensamiento, cada exhalación, que “la vida es participación”. Esa reflexión resuena en cada una de las obras de Javi Cruz (Madrid, 1985) en su exposición en el CA2M de Móstoles, tan solo una planta más abajo de la retrospectiva de la chilena. Su trabajo se mueve entre lo coreográfico y lo visual, lo individual y lo colectivo (es parte de PLAYdramaturgia y de El gato con moscas). En esta muestra, por ejemplo, le acompañan otros artistas –Esther Gatón, el colectivo Paco Graco–, un asesor químico, una diseñadora de luces… Es una apuesta del museo de la que Javi Cruz sale airoso creando una atractiva presentación en la que la luz, teatral, va marcando la transición de la penumbra de la noche a los fluorescentes anaranjados.
Trémula se mueve con comodidad entre distintos lenguajes y materiales: la pieza central es el tronco de un árbol que yace, desmembrado e inerte, en la sala principal. Es un chopo, o Populus tremula, que siempre le acompañó al otro lado de la ventana de su vivienda familiar hasta que una enfermedad reciente provocó su tala. El propio Javi Cruz, una mezcla aquí de Sísifo y performer, salvó algunos de sus pedazos subiéndoselos a casa. "Crecimos los 2 –escribe– yo dentro y él fuera. Al cumplir los 20 medía casi 1,90 metros, el chopo más de 7 pisos".
Alrededor de este tronco se crea un diálogo entre piezas e historias: hay restos de apariencia líquida en las paredes, como si su derrame hubiera quedado congelado, los escombros de un botellón a los que también les ha crecido una especie de escarcha o moho cristalizado, sublimados sobre un pedestal, y el rótulo de un bar rescatado tras su cierre. Habla en el fondo de nuestra sociedad, desmemoriada, de cómo lo nuevo y sano, sustituye a lo antiguo y arrasa con lo que se encuentra a su paso, incluida la propia naturaleza. Y reivindica otra manera de contar el mundo, "empezando por una esquina". Un ejemplo de estas sutiles pinceladas son los dibujos que cuelgan de las paredes, hechos con delgados y esquemáticos trazos de tinta durante el confinamiento, mirando fijamente el movimiento de las ramas de los árboles que sobrevivieron a la tala.
Una exposición de pequeñas historias y lecturas infinitas en la que la luz y la vida van marcando el paso
Y, así, sin grandes sobresaltos, se van encadenando un sinfín de pequeñas historias que de otra manera se habrían perdido en la memoria de sus protagonistas. El texto de la publicación que acompaña a la exposición tiene algo de spoiler, como si las obras fueran sus ilustraciones, o quizá al revés, o al tiempo.
Hay más piezas vegetales en otra sala, unos poderosos esquejes de potos de su abuela que cuelgan de unos maceteros transparentes. Están hechos en la Real Fábrica de Cristales de La Granja con los viejos vidrios de las ventanas de ese piso familiar. Las plantas crecen sobre un compost que tiene su origen en el chopo enfermo, en una especie de encuentro post mortem.
El círculo de esta arqueología del pasado se cierra con el rescate de una obra que el artista hizo en este mismo museo, dentro de Querer parecer noche (2018), interviniendo la pared con todo tipo de materiales provocando, literalmente, su efervescencia. Es una de las tantas capas de esta exposición de lecturas infinitas. Un sugerente relato visual en el que detenerse. La siguiente parada, en abril, será un dúo con David Horvitz en La Casa Encendida en el que la importancia de la luz y de lo escenográfico seguirán presentes.