En 1956, Marruecos alcanzó la independencia de Francia y España. Aquí apenas se hicieron eco de la noticia. De hecho, la dictadura no hizo ninguna declaración oficial. No interesaba que se supiera porque iba a considerarse una pérdida. Se pensaría como un golpe más a ese añorado imperio que se había convertido en un mito y que parecía justificarlo todo: la guerra, el castigo, la represalia. No fue un sueño, sino una pesadilla. Hay que ser consciente de quiénes y desde dónde escriben la historia. Marruecos estaba muy vinculado al propio relato de vida del dictador. Se había construido una imagen de héroe a través de su intervención en la Guerra del Rif, cuya consecuencia inmediata supuso la ocupación de una parte del territorio y la imposición de un sistema que permitiera su explotación económica y estratégica.
'Trilogía marroquí' es el primer intento de mostrar aquí un panorama de la producción artística de este país
Sin embargo, parece que la amnesia ha dominado y que el pasado colonial español en África se ha olvidado o, mejor, se ha silenciado. A pesar de que no hay distancia entre un país y otro, apenas se conoce nada de su historia, ni siquiera de la que nos vincula, y menos aún de su cultura. Parecería que cuando se habla de Marruecos no se puede ir más allá de una repetición y adaptación de los tópicos orientalistas del siglo XIX, que convierten a esa nación en una suerte de reflejo invertido en el que la nuestra se reconoce: nosotros somos lo que ellos no son. Por esto es importante esta exposición, Trilogía marroquí, que presenta ahora el Museo Reina y que supone el primer intento aquí de mostrar un panorama de la producción artística de este país entre la década de 1950 y la actualidad, aunque no sólo está presente el arte, también se han incluido referencias al cine, el pensamiento, la literatura, el teatro, la arquitectura y la música, puntuando todo el montaje y colaborando en la contextualización de las obras. Ha sido comisariada por el propio director del museo, Manuel Borja-Villel, y por Abdellah Karroum, actual director del Museo Árabe de Arte Moderno de Doha, del que provienen muchas de las obras, pero que también realizó en Marruecos un trabajo de base importante fuera de la oficialidad de las instituciones que, demasiado conservadoras, no apoyaban la creación más reciente.
La extensa muestra se organiza en tres capítulos que siguen un orden cronológico. El primero, está dedicado a la Independencia y a los años que la siguieron. Allí las obras se concentran en torno a dos ciudades: Casablanca y la cosmopolita Tánger. En Casablanca se estableció un grupo de artistas que se rebeló contra la estricta enseñanza académica que se practicaba en ese momento en la Escuela de Bellas Artes, asumiendo algunos de los preceptos del informalismo y de la abstracción geométrica que habían podido conocer en sus viajes por Europa y Estados Unidos. Aquí sobresale el trabajo de Ahmed Cherkaou, quizá uno de los más conocidos, y de Mohamed Melehi, tanto los primeros cuadros, que se pueden relacionar con la pintura de Manuel Millares, como, los posteriores, que pueden hacerlo con la estadounidense del Hard Edge. Destaca también la obra de Farid Belkahia, en la que se evidencia el debate que se estaba produciendo sobre la búsqueda de una identidad propia y diferencial en el arte y que en su caso se tradujo en la utilización de técnicas artesanales tradicionales.
Sobre este debate identitario se hizo eco en alguno de sus artículos la revista Souffles, publicada en Rabat por Abdellatif Laabi entre 1966 y 1972, que en su primera época se centró en la experimentación literaria pero que más tarde se vinculó a planteamientos políticos más radicales y comprometidos. “La literatura ya no es suficiente”, afirmó su fundador, que finalmente fue encarcelado en 1972.
De algún modo, la experiencia de Souffles, que ocupa buena parte de las vitrinas de una de las salas, sirve para enlazar con el siguiente capítulo, dedicado a los Años de Plomo. En estos años, que van desde 1969 hasta 1991, la monarquía de Hassan II intensificó el control político y represalió a aquellos que eran críticos con el régimen establecido o que ponían en peligro el férreo orden impuesto. La oscuridad de estos años se tradujo también en la producción artística que se hizo mucho más expresionista. Ahí se encuentran las mujeres acurrucadas, protegiéndose, en ambientes claustrofóbicos de Latifa Toujani, o esa descomposición trágica de la bandera marroquí que puede verse en Universo misterioso (1971) de Mustafa Hamid. Sobresalen también el apocalíptico La huida (1985) de Mohamed Drissi y la intricada pintura Escena (1992) de Fatima Hassan, cuyas figuras femeninas tanto recuerdan a la artista argelina Baya.
La exposición se cierra con las obras de los artistas que pertenecen a lo que Karroum ha denominado como “generación 00” y que por su compromiso con el contexto relaciona con los mismos jóvenes que participaron en las Primaveras árabes. A esta pertenecen artistas muy reconocidos ya internacionalmente como Yto Barrada o Mounir Fatmi. En este capítulo destacan Proyecto Golf (2012) de Mohammed Laouli, que denuncia la explotación turística del territorio marroquí, el misterioso mural de Yassine Balbzioui, y la espectacular videoinstalación Puerta de Ceuta (2019), sobre el paso de la frontera con España que se repite en un bucle infinito, de Randa Maroufi. En los frágiles barcos de papel de Younes Rahmoun se hace presente la tragedia del paso del Estrecho, esa que nos recuerda una y otra vez que Marruecos sigue ahí, tan cerca, aunque se haya querido tan lejos.