Debo a Cecilia Frías, querida amiga y responsable de edición de la Biblioteca Castro, el feliz reencuentro con la poesía de Fray Luis de León. Con su cortesía habitual, me envió un bellísimo volumen que reúne sus poemas, sus traducciones de autores sagrados y sus imitaciones de autores profanos. La Biblioteca Castro está realizando una labor admirable con sus ediciones de los clásicos castellanos. Aplica el máximo rigor en la revisión de los textos, ahorrando al lector la fatiga de las notas a pie de página y escogiendo a especialistas que escriben cuidadas introducciones. Encuadernados en tela, con guía de lectura y papel de gratísimo tacto, cada libro es una joya que convoca indistintamente al amante de los clásicos y al bibliófilo. La Biblioteca Castro realiza un gran servicio a la cultura y lo hace de forma silenciosa y discreta, como un monje que copia antiguos manuscritos en una vieja y venerable biblioteca con valiosos incunables en sus estanterías. Su edición de la poesía completa de fray Luis de León incluye una exquisita introducción de José Palomares que destaca la maestría literaria de un autor con una inequívoca conciencia estética. Al agustino le mueve la devoción, su fe sincera, pero también el amor a la belleza y el noble propósito de incorporar al castellano la riqueza de los clásicos latinos. “Fray Luis era poeta y filólogo –señala Palomares–, por juicio y voluntad”, pero detrás de su claridad y sencillez se esconde una agónica lucha contra la finitud. El anhelo de Dios convive con la frustración de no acceder a la vía mística, reservada tal vez a espíritus más intuitivos y ardientes, como el de santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz. Fray Luis de León es uno de esos “letrados” a los que se refería la reformadora del Carmelo, con una mezcla de admiración y reproche. Los “letrados” acumulan saber, pero sus conocimientos a veces se convierten en lastres, malogrando la intuición y la espontaneidad. Saber mucho de este mundo no siempre es el mejor camino para alcanzar ese otro donde el hombre espera hallar la plenitud y el goce infinito.
¿Qué le puede aportar al lector contemporáneo, escéptico y descreído, la lectura de fray Luis de León? ¿Solo cabe destacar su perfección formal y su admirable labor como humanista que dignificó la lengua castellana, acercándola al equilibrio y pulcritud de autores como Virgilio y Horacio? Antes de contestar, es necesario saber quién era realmente fray Luis. Menéndez Pelayo asegura que en su obra se advierte “un sabor anticipado de la gloria”. Su lectura despierta “una mansa dulzura que penetra y embarga el alma, sin excitar los nervios, y la templa y serena”. Si los griegos hubieran leído las odas de fray Luis de León, habrían apreciado en ella esa sophrosyne que Platón elogia en el Cármides como fin supremo del arte. Frente al ruido y la furia de la Historia, las odas del agustino proporcionan calma, reposo y templanza. ¿Verdaderamente es así? ¿No hay detrás de esa “harmonía” de resonancias pitagóricas el dolor de una trayectoria ensombrecida por la prisión y el malestar que causa quedarse en las puertas de una visión mística nunca consumada? Para el lector de nuestros días, fray Luis de León es un ejemplo del imperecedero anhelo de alcanzar certezas indubitables, libres de cualquier duda o sospecha. No cuestiona de la existencia de Dios, pero le gustaría experimentar ese gozo místico que permite convertir la fe en una experiencia física, sensual, donde el cielo ya no es una promesa, sino una inequívoca certeza. En las horas más amargas (y hubo muchas), experimentó el horrible desamparo del que ha sido aplastado por un poder superior, sin contar con otro sostén que su inteligencia.
Como todos los innovadores, fray Luis de León conoce la incomprensión y la persecución. Nacido en Belmonte, Cuenca, en 1527, desciende de judíos conversos. En 1558 consigue una cátedra en Salamanca y en 1572 le procesa el Santo Oficio. La rivalidad con los dominicos y su carácter impulsivo contribuyen a que se le investigue bajo la acusación de relativizar la autoridad de la Vulgata, volcando al castellano los textos sagrados sin la autorización preceptiva. Su traducción del Cantar de los Cantares proporciona un argumento sólido a sus enemigos, pero se le absuelve y cuando vuelve a su cátedra, lejos de quejarse, comenta estoica y lacónicamente: “Decíamos ayer”. En 1582 se le procesa por segunda vez por sus reflexiones sobre la libertad, pero la Inquisición se conforma con amonestarlo. En 1591 se le nombra provincial de los agustinos. Muere pocos días después en Madrigal de las Altas Torres, Ávila. Fray Luis de León se formó en la España de Carlos V, con su apertura a Europa y a las Indias bajo un propósito de universalidad respaldado por el humanismo renacentista y la influencia erasmista, pero alcanzó la madurez en la época de Felipe II, donde el espíritu de la Contrarreforma impuso una perspectiva castellano-centrista, un estricto neoescolasticismo y el sometimiento del arte a los intereses de la Iglesia y la Corona. Las circunstancias políticas le obligaron a renunciar a la libertad conocida en su juventud para plegarse al autoritarismo desplegado para combatir la Reforma luterana. En nuestros días, Europa ha dejado atrás las guerras de religión, pero muchos anhelan la homogeneidad cultural y religiosa frente a la diversidad que acarrean la globalización y los flujos migratorios. Fray Luis nos muestra la tragedia del hombre que ha conocido y perdido la libertad. Su experiencia nos alerta de los riesgos de cerrar al paso a la diversidad por miedo a perder nuestra identidad.
Quizás el tránsito del clima de apertura de la España de Carlos V al autoritarismo de Felipe II explica la evolución de fray Luis de León desde la tranquilidad epicúrea a la determinación estoica de afrentar la adversidad con entereza. El poeta dedicó tres odas a su amigo Felipe Ruiz de la Torre y Mota. En ellas, refleja su evolución personal y espiritual. En la primera oda, “En vano el mar fatiga”, se advierte que el anhelo de riquezas no concede “reposo al pecho” y corrompe “el dulce sueño”. Frente a esa inquietud solo cabe la imperturbabilidad e independencia que proporciona la vida tranquila en el campo, tal como aconsejó Horacio. Un sencillo huerto es suficiente para conocer la felicidad. ¿No hemos pensado lo mismo muchas veces, abrumados por el frenesí de los grandes espacios urbanos, con sus hileras de escaparates alimentando el insaciable apetito de bienes materiales? En la siguiente oda, “Que vale quanto vee”, fray Luis ya no se hace ilusiones sobre la impasibilidad aprendida en el jardín de Epicuro. Tras cinco años en las cárceles vallisoletanas evoca la encina horaciana, pero desde una perspectiva trágica y patética:
Bien como la ñudosa
carrasca en alto risco desmochada
con hacha poderosa,
del ser despedazada
del hierro, torna rica y esforzada…
Horacio situaba su encina en una fronda de suelo fértil. Fray Luis la traslada a las peñas de las serranías españolas y la confronta con los hachazos de la fortuna. Ya no hay espacio para el equilibrio y la serenidad. Solo cabe la firmeza, el heroísmo. En la tercera oda, “¿Cuándo será que pueda?”, el heroísmo deviene angustia existencial: “¿Cuándo será que pueda / libre de esta prisión volar al cielo…?”. Algunos apuntan que solo se trata de la popular y manida metáfora de abandonar el mundo para reunirse con Dios, pero Dámaso Alonso ha señalado que en estos versos se aprecia la aflicción causada por los años de encarcelamiento. Fray Luis hace poesía de la experiencia. No se limita a poetizar sobre la fe y no se conforma con imitar los modelos de la Antigüedad. Incorpora sus vivencias al verso. Su “escondida senda” no es simple teología, sino biografía que se hace palabra, emoción que convive con los conceptos más altos, mostrando que no es posible hacer poesía de espaldas a la vida.
Quizás el poema más conocido de fray Luis sea su “Oda a la vida retirada”. La primera impresión es que se trata de una variación del beatus ille de Horacio, pero hay una nota trágica que alude a los sinsabores del poeta, acosado por sus adversarios e incomprendido por las autoridades.
Oh monte, oh fuente, oh río, /
oh secreto seguro deleitoso, /
roto casi el navío, /
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.
Fray Luis exalta la soledad en un paisaje idílico porque conoce el fragor de las ciudades, donde los hombres, lejos de convivir en paz, luchan sin tregua. En la naturaleza -en cambio- hay armonía, un delicado equilibrio que refleja el supremo orden celeste. La espiritualidad de fray Luis no es perfecta e inmutable, sino conflictiva y oscilante. Sabe que debe amar a sus semejantes, pero se aleja de ellos. ¿Se puede encontrar al Dios cristiano lejos del hombre? ¿No hay misantropía o claudicación en esa actitud? Parece que fray Luis cree en la posibilidad de estar en paz con Dios, pero no con sus semejantes. En el poema “A Salinas”, famoso organista, exacerba su neoplatonismo, fantaseado con la fuga del mundo. Escuchando el órgano en la Catedral de Salamanca, comprende que la música no es solo deleite, sino el lenguaje del universo. Si nos dejamos llevar por su impulso ascendente, descubriremos que la música de los hombres solo es la copia imperfecta del ritmo con el que gobierna el universo el divino hacedor. Este hallazgo no procede de la razón. Es una intuición nacida al calor del recuerdo, la forma elemental del saber según la gnosis platónica.
A cuyo divino son
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida,
de su origen primera esclarecida.
El organista Salinas solo es el instrumento de Dios, el gran maestro, y su música terrena no es más que un reflejo de la música celeste. El hombre es un microcosmos que reproduce el macrocosmos. Somos la imagen de Dios y en Dios está todo. Desde la perspectiva actual, nos planteamos si hay algo valioso en estas enseñanzas o, por el contrario, solo son razonamientos caducos que no soportan el contraste con las conquistas del pensamiento científico. Quizás hemos suprimido de nuestro horizonte la imagen de un Dios personal, pero seguimos creyendo que vivimos en un cosmos inteligible, en un universo que obedece a leyes que pueden expresarse mediante abstracciones numéricas. La analogía con la música no es descabellada, pues su belleza, aparentemente intangible, se basa en simetrías de carácter matemático. No hace falta una sensibilidad religiosa para apreciar la espiritualidad de la música. Si contemplamos el universo con una perspectiva libre de prejuicios, sentiremos que las estrellas y los planetas componen una sinfonía en la que nosotros somos una nota más. La espiritualidad de fray Luis no está tan lejos de la sensibilidad contemporánea. Exalta la perfección del cosmos, expresando la convicción de que el mundo no es simple azar, sino un orden donde el hombre ejerce la responsabilidad de contemplar y comprender. La música no es un adorno, sino un lenguaje que recrea el fondo último del ser.
El lector contemporáneo encontrará en la poesía de fray Luis la historia de un espíritu que no se conforma con habitar el mundo, sino que intenta encontrar un sentido al asombro de existir. Sería absurdo negar o minimizar su fe cristiana, pero en sus creencias religiosas no hay simple adhesión al dogma. Fray Luis intenta averiguar cuál es el lugar del ser humano en el universo, se plantea cómo debe ser nuestra relación con nuestros semejantes, se debate entre el desengaño y el anhelo de perfección, lucha contra la desesperanza y la amargura, cuida las palabras porque sabe que en ellas se vacía nuestra alma, reivindica la cultura grecolatina como crisol de la civilización, busca el nombre exacto de las cosas y, pese a sus naufragios, se esfuerza en abrazar fraternalmente al mundo.
Llamamos clásicos a los autores que están vivos y, sin duda, fray Luis de León lo está. El bello volumen de la Biblioteca Castro con su poesía completa es una invitación a celebrar la vida. En sus páginas sentimos que el universo no es una vastedad fría y dispersa, sino un latido que nos envuelve con su belleza.