Vivian Suter. Palacio de Velázquez (Museo Reina Sofía). Parque del Retiro. Madrid. Comisario: Manuel Borja-Villel. Hasta el 3 de mayo
Vivian Suter (Buenos Aires, 1949) se mueve con calma entre los árboles, las raíces aéreas y las cuerdas que atraviesan su jardín tropical. De fondo se escucha a los pájaros y el canto de un gallo. Limpia la fruta en el lavabo, o un pincel, y sale de nuevo fuera a ver cómo secan las pinturas que ha tendido a la intemperie. Supera ya los 70 pero su melena pelirroja resiste y se mueve airosa de un lado a otro con cada uno de sus movimientos. Los perros, que cuidan la finca, se le cruzan en el camino una y otra vez, cuando no duermen hechos un ovillo en alguno de los sillones de la casa. El tempo que se respira en esta hacienda de Panajachel, en Guatemala, es lento, tranquilo, todo lo contrario al ritmo frenético de la ciudad. Todas estas instantáneas no son fruto de una visita reciente a Guatemala sino del revisionado de un vídeo de 2017 en el que otra artista, Rosalind Nashashibi, nos sumergía en el día a día alejado del ruido de Suter, conciliando el sueño incluso, junto a su madre, la también artista Elisabeth Wild.
Mencionar este mediometraje y describir su entorno es aquí importante porque la obra y la vida de Vivian Suter componen un todo inseparable y explican a la perfección las casi 500 pinturas que vemos en la exposición que le dedica ahora el Museo Reina Sofía en el Palacio de Velázquez. Nació en Argentina, donde sus padres, suizo y austriaca, habían ido a parar, por separado, huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Con trece años regresaron a Suiza, donde ella se formó en Basilea y dio sus primeros pasos profesionales, aunque los colores vivos de su infancia nunca la abandonaron. Llegaron los años 80 y un viaje huyendo del ruido social del mundo del arte la llevó a Estados Unidos, México y Guatemala, donde la belleza del lago de Atitlán, rodeado de volcanes, le hizo detenerse sin retorno. Allí se asentó y tuvo un hijo, que hoy ya le ha hecho abuela, y siguió produciendo de manera compulsiva, cerca y lejos.
Una exposición de sensaciones en la que la artista ha dejado al desnudo la magia de su proceso creativo
Posiblemente su gran valedor en los últimos años haya sido el comisario Adam Szymczyk que la invitó a la Documenta de Kassel y Atenas en 2017 (ya habían colaborado con anterioridad en otras exposiciones), esa que puso de nuevo en el mapa a un elenco de mujeres ya "viejitas", como le gusta decir a Cecilia Vicuña, otra de las participantes. Después de aquello vinieron importantes muestras individuales, ya rozando los 70, en The Power Plant de Toronto, el ICA de Boston o Tate Liverpool, y así llegamos a esta individual, la última de ellas, recién inaugurada en Madrid.
Parece como si Vivian Suter hubiera querido traerse todo su estudio a cuestas al Palacio de Velázquez. Empapelando sus altas paredes como si se tratara de un políptico del ábside de una iglesia, tendiendo sus telas en cables en las salas laterales y camuflándolas dentro de unos interesantes soportes de madera, que tienen algo de "peines" de almacenes de museo pero también de la propia manera de trabajar de esta artista en su finca cafetera en Panajachel. Se ha traído su estudio a Madrid, sí, y con él restos de hojas de los árboles, de botes de acrílico y hasta las brochas y las huellas de sus perros. Y algunas pinturas recorren el espacio de suelo a techo, en una hilera de metros de capa pictórica.
En el montaje se mezclan obras de distintos periodos que arrancan en 1982, el año en el que llega a Guatemala. Un maremágnum de pinturas abstractas sin fecha en el que reconocemos ciertos elementos recurrentes: los círculos de distintos colores colocados verticalmente o las siluetas líquidas de figuras trazadas con muy poca materia. Hay también obras de perfiles duros, en las que manda el negro, con resonancias de las imágenes aborígenes y sus formas celulares, trazos a rayas, puntos, figuras uterinas. En otras, muy pocas, aparecen referencias explícitas a su contexto, con fotografías y periódicos pegados sobre los lienzos. Hace incluso un guiño a Mondrian con esa cuadrícula negra que deja espacio a un cuadrado azul y otro rojo.
Hay en muchas de las obras un importante factor de azar. Durante un tiempo Suter se inspiró en la naturaleza que le rodeaba pero fue a partir de la inundación de su estudio tras el paso del huracán Stan, en 2005, cuando dejó que esta participara libremente en sus pinturas. Se encontró con que la mayoría del trabajo que había acumulado en Guatemala en todos esos años estaba cubierto en agua y lodo, aparentemente perdido, y fue un punto de inflexión para salir a pintar al exterior y que el viento, la lluvia y la arena hicieran también parte del trabajo. Allí extiende las telas en bastidores y cuerdas que mucho tienen que ver con cómo las vemos ahora en esta muestra, o sobre el suelo, y hace sus característicos trazos que deja después macerando al aire libre.
Mirando con atención entre las pinturas de esta gran instalación envolvente que es su propuesta en el Palacio de Velázquez encontramos restos de humedades, arena y hojas. Ella dice que trata siempre de absorberlo todo, que estos lienzos son, en realidad, documentos de su vida. El resultado es una exposición de sensaciones en la que la artista ha dejado al desnudo la magia de su proceso creativo.