Garry Winogrand (Nueva York, 1928-1984) pertenece a la gran tradición de fotógrafos documentalistas americanos, en la que se engloban nombres como Walker Evans, Robert Frank, Diane Arbus o Lee Friedlander, entre otros muchos. Todos ellos construyeron con sus instantáneas una iconografía de América e introdujeron una manera de ver las cosas que será imitada extensamente. De todas maneras, situar a Garry Winogrand en esta tradición no es explicar gran cosa. Entre estos fotógrafos conviven generaciones, sensibilidades y formas de entender la fotografía muy diferentes.
Winogrand ofrece una contraimagen del sueño americano con temas recurrentes como la mujer
Se ha dicho que uno de los rasgos definitorios de Winogrand es ofrecer una contraimagen del sueño americano. Y efectivamente, en los años 60 y 70 del pasado siglo, el fotógrafo registró los conflictos raciales, las intervenciones militares americanas, las abruptas diferencias sociales, y también se interesó por la trastienda de la política y de los medios de comunicación. Todo esto es cierto, pero una de las aportaciones de esta exposición es abrir y ampliar el registro de lecturas y proponer un Garry Winogrand más ambiguo y plural y, dicho sea de paso, más en sintonía con las primeras interpretaciones de su obra, cuando se comenzó a reivindicar y promocionar desde las instituciones públicas americanas.
La exposición está organizada por temas, temas que obsesivamente trabajó el fotógrafo: los animales, las mujeres, la calle, los aeropuertos… Además hay una mención a su producción en color, generalmente poco difundida. Un itinerario exhaustivo que reivindica, ante todo, un punto de vista estético y una manera de mirar. Uno de sus trabajos más populares es el libro Women Are Beautiful (1975), una serie dedicada a fotografiar mujeres. No se trata de una mujer cualquiera, sino de un arquetipo muy determinado.
Enfatiza senos, siluetas, zapatos de tacón, minifaldas… No hace falta decir que este tipo de fotografías ha inspirado fuertes críticas, especialmente desde la sensibilidad de hoy en día. Y, sin embargo, resulta muy interesante observar cómo el comisario, Drew Sawyer, en el catálogo y en la exposición, dedica una minuciosa descripción de la fotografía titulada New York (1969), que se reproduce en la portada original del libro. Una mujer –explica Drew Sawyer– con un cucurucho de helado en la mano se ríe delante de un escaparate que contiene un maniquí masculino. No se sabe por qué se carcajea. Acaso –continúa– por el placer de dejar que el helado se derrita en su mano, con todas las alusiones fálicas que se quieran ver. Tal vez, por el interés del fotógrafo hacia ella. O quizás como expresión de desafío hacia ese mismo fotógrafo que se interesa por ella… Ahora bien, el reflejo del escaparate introduce nuevos datos, ya que deja entrever al fotógrafo, cuya cabeza se sitúa a la altura del maniquí, un maniquí sin cabeza, esto es, decapitado. Para nosotros, una imagen de la castración. El lector sacará sus propias conclusiones.
La descripción de comisario, con todas las connotaciones y significados subliminales prosigue, pero es suficiente para tomar conciencia de su posición y de la intencionalidad del discurso curatorial: estas fotografías se presentan como una realidad virtual o simbólica, que va más allá de la reproducción de las apariencias. Y esta es, precisamente, la función de la fotografía: transformar el mundo cotidiano, banal y sin sentido en algo profundamente ambiguo y misterioso. No sé si a esto se le puede llamar conocimiento, pero sí es descubrir la dimensión fantasmática del mundo que nos rodea. Las fotografías de Garry Winogrand –sus mejores fotografías– no dan respuestas, formulan preguntas.
A esta manera de entender la imagen le corresponde una manera de capturar o “cazar” las fotografías. Según la leyenda, Garry Winogrand era un fotógrafo compulsivo. Disparaba sin tregua, constantemente, sin interrupción… Sin duda, poseía intuición y sentido del encuadre, de la composición, de la belleza del objeto… pero la cámara podía captar y captaba algo que escapaba al ojo humano y al control del fotógrafo. Y este algo es el detalle, el rostro, la pose, el reflejo, la asociación casual, lo que introduce ambigüedad y contradicción en la imagen. No se trata exactamente del “instante decisivo” de Cartier-Bresson, de oportunismo temporal, aunque también está relacionado con este principio. Si toma tantas fotografías es porque alguna tiene que salir bien o, dicho de otro modo, porque el ojo mecánico de la cámara ha de provocar en algún caso una epifanía o iluminación.
En una de sus célebres citas Winogrand decía: “A veces siento como si […] el mundo fuera un lugar para el que he comprado una entrada. Es un gran espectáculo para mí, como si no fuese a suceder si yo no estuviera allí con una cámara”. Sin embargo, ahí no acaba todo: después hay un largo proceso de selección y análisis, a partir del cual se eligen las imágenes definitivas. No es de extrañar que a su muerte quedaran miles y miles de tomas por revelar. Ese disparar compulsivo y la posterior selección, era su manera de transcender la banalidad de lo cotidiano.