Eduardo Galán (Madrid, 1967) tiene clara la receta que le sentará mejor al público este verano de recuperación de nuestra vieja normalidad: comedia, comedia y más comedia. “Necesitamos distraernos del dolor, la enfermedad y la ausencia”, dice a El Cultural. Y no le falta razón. Así que para el Festival de Mérida ha preparado un cóctel en el que funde tres obras de Plauto, a su juicio el mejor comediógrafo latino con diferencia: El mercader, Cásina y Asinaria. Galán empezó a maquinar una versión de la primera pero sintió que necesitaba “más potencia”. Entonces se le encendió la bombilla de la refundición de varios textos, algo que, por otra parte, hacía muy habitualmente el propio Plauto, un maestro en adaptar a su época viejas historias a las que estampaba su sello estilístico y su humor provocativo.
“Las tres piezas tienen un ingrediente común en sus tramas: un pulso generacional entre un padre y un hijo a cuento de una mujer. Era algo muy del gusto de los romanos. La historia solía resolverse escarneciendo a los rijosos progenitores”, explica Galán, que afirma que su mezcla final, Mercado de amores, es tanto de Plauto (autor muerto) como suya (autor vivo). “Aunque él tiene la desventaja de que ya no puede dar su opinión”, puntualiza en tono jocoso.
Galán ha alterado uno de esos elementos recurrentes en la dramaturgia latina para darle a Mercado de amores un sesgo femenino (o feminista): no es un hijo el protagonista sino una hija, Erotía (Ania Hernández), que regresa a Roma desde Atenas, donde ha estado tres años expandiendo los negocios de su acaudalado padre, el comerciante Pánfilo (Pablo Carbonell). En la capital griega se ha enamorado de su esclavo, Carino (Víctor Ullate Roche), con el que pretende casarse pero, claro, la diversa condición social de ambos lo imposibilita. Para volver a su ciudad, decide travestirlo de mujer. Así puede pasar por su doncella y seguir ‘cohabitando’ con él en la misma alcoba. Pero la cosa se complica cuando el padre, de natural calenturiento, se queda prendado de la turgente muchacha (ejem…).
Ese planteamiento da pie a una sucesión vertiginosa de cómicas confusiones. “Espero que funcione muy bien. En los ensayos nos estamos partiendo. Pánfilo es el gran papel en la trayectoria de Carbonell. Le va perfecta esa combinación de ingenuidad y picardía”, apunta Galán. Lo cierto es que la última comedia suya, Blablacoche, dirigida por Ramón, ha ido como un tiro. En el Canal, los que no compraron entrada con bastante antelación, se quedaron en la puerta, y ahora en otoño tiene una nutrida gira. Carbonell también esgrimía su vis cómica en Blablacoche, al igual que los mencionados Víctor Ullate y Ania Hernández. Esta triple coincidencia en el elenco permitirá a Secuncia 3, la productora que capitanea Galán, alternar casi simultáneamente ambos títulos en las carteleras españolas los próximos meses.
Bendita brevedad
El prolífico autor madrileño, que ya ha estado en Mérida con versiones suyas de Anfitrión en 2011 (Pérez de la Fuente), Alejandro Magno en 2016 (Luis Luque) y Nerón (Castrillo-Ferrer), tiene muy claro cuando escribe un dicho castellano que le repetía su madre hasta la saciedad: lo bueno, si breve, dos veces bueno. “Yo quiero que la gente empiece a soltar carcajadas desde el primer minuto y que no pare hasta el final. Eso no se puede sostener más de una hora media. Nadie tiene tanta capacidad para reír”. Además, hay que tener en cuenta que, en el Teatro Romano, las posaderas se asientan en algunas zonas sobre la piedra (amén de las almohadillas que puedan portar los más previsores) y las espaldas buscan el mejor acomodo posible en las espinillas del espectador de atrás. Aunque tal condensación corporal se rebaja un poco con la limitación de aforo actual: 70 %.
Las risas, en medio de la noche, ayudarán pues a los espectadores a abstraerse de sí mismos. Un paréntesis liberador de las complicaciones cotidianas que hace muy atractiva la comedia. Lo sabe bien Galán, que, como miembro de la junta directiva de la Sgae, tiene muy actualizados los datos de asistencia a los teatros. “En los primeros puestos predominan las comedias”, advierte. “A la gente le gusta, qué le vamos a hacer. Y está claro que es mucho más difícil hacer reír que llorar. Por eso molesta tanto la pretendida superioridad intelectual de la tragedia. Es un viejo prejuicio absurdo. E injusto. A mí me da mucha rabia que, si preguntas por ahí quién es mejor actriz, si Anabel Alonso o Aitana Sánchez-Gijón, casi todo el mundo dirá que esta. Es un juicio que está muy mediatizado por el género que cultiva cada una. A la tragedia se otorga mucho más prestigio. Y lo dicho: no es justo”.
Plauto no se andaba con remilgos intelectualoides. Conocía lo que quería su público y se lo daba. Teatros como el de Mérida los llenaban labradores, herreros, comerciantes, soldados, doncellas… Personas, en general, sin un bagaje cultural elevado que querían, sobre todo, pasar un buen rato. Todas las bromas y chistes relativos al sexo eran muy bien recibidos y no hacía falta refinarlos demasiado. “En ese terreno eran mucho más libres que nosotros”, asegura (lamenta) Galán. Plauto era procaz y picantón. Pero no puede ser encasillado, ni mucho menos, como un dramaturgo de trazo grueso (o grosero). “Era un genio en la arquitectura de las comedias. Le salían redondas”, sentencia el veterano dramaturgo y guionista, cuyo texto será cristalizado en el imponente coliseo por la directora Marta Torres. Ella ha escogido un vestuario tradicional, con sus togas y túnicas. Y la escenografía refleja una serie de fachadas de casas de Roma y el mar a través de telones. Muy evocador. Tanto como la frase final de la obra: “Nadie es perfecto”. ¿Les suena? Exacto: Con faldas a lo loco, de otro maestro de la comedia, Billy Wilder, al que Galán rinde honores con ese cierre, con ese guiño.