En el Manifiesto de 1925, André Breton definió el Surrealismo como “automatismo psíquico puro”. Todas las producciones del movimiento estarían pues, guiadas por la intención de escapar de la vigilancia de la razón, la moral y el buen gusto. El objetivo era potenciar los poderes de la imaginación, que Breton consideraba no un don gratuito sino “el objeto de conquista por excelencia”. La imaginación funcionaría como herramienta de conocimiento y liberación, algo en lo que ahora sabemos que coinciden tanto doctrinas esotéricas (“lo imaginal” del sufismo) como psicoanalíticas (la función organizadora de la vida mental, en Melanie Klein). La imaginación liberada, en fin, con la que alcanzar una realidad superior y más cierta que la realidad diaria, y de ahí el término “sobrerrealismo”, como al principio se tradujo surréalisme al castellano (y luego, definitivamente, surrealismo, por ser más eufónico).
Mientras que el discurso escrito encontró pronto su modus operandi en la escritura automática, en el ámbito de la imagen las soluciones fueron menos rotundas. Iban desde algo así como una pintura automática, en los trazos desatados de André Masson o Joan Miró (“el más surrealista de todos nosotros”, como diría Breton) al alarmante detallismo onírico de Dalí. A diferencia de la arbitrariedad ingenua de unos, del delirio de otros y de la ostentosa anormalidad visual de ambos, en los cuadros del belga René Magritte (1898-1967) todo es tranquilo y reconocible. Pero profundamente extraño. Como son nuestros sueños.
Una lectura directa
En Magritte todo es tranquilo y reconocible pero profundamente extraño, como son nuestros sueños
Esta exposición del Museo Thyssen, la primera que se dedica al pintor en España desde la de la Fundación March en 1989, reúne una apabullante colección de obras, además de una serie de documentos fílmicos y fotográficos realizados por Magritte y nunca o poco expuestos. Siendo todo esto muy reseñable, lo que me parece de mayor interés es que ofrezca la posibilidad de ordenar e interpretar su obra en conjunto. Porque la nitidez de sus figuras y los leves desplazamientos de sentido que conllevan, invitan a una lectura directa que oculta la profundidad de sus propuestas visuales. Sin embargo, como dijo el propio artista: “mis cuadros son pensamientos visibles”. Muchos de ellos, pensamientos sobre la pintura, el cuadro y el acto de pintar. Otra clave de su producción, desvelada ya desde el título de la muestra (La máquina Magritte), es el carácter despersonalizado de las imágenes y su matriz seriada. Así lo comentaba el pintor: “He pintado un millar de cuadros, pero no he concebido más que un centenar de esas imágenes… he pintado con frecuencia variantes de mis imágenes: es mi manera de precisar mejor el misterio, de poseerlo mejor”.
Todo genio rebasa las categorías con las que los historiadores de turno tratamos de situar su producción. Lo digo porque tras haber escrito que el automatismo es el principio central del surrealismo, ahora debo confesar que Magritte siempre se declaró su enemigo. Esto significa que su pintura no se regía por nada parecido al azar, aunque sí por lo que podríamos llamar “una lógica otra”, una lógica a la contra que muchas veces cristaliza en lo que conocemos por paradoja. Y la paradójica realidad es que cuando la pintura se limita a reproducir la realidad, el cuadro desaparece. Sólo es reconocible como cuadro cuando se introduce una anomalía. Para ello Magritte utilizará toda una batería de recursos metapictóricos, a partir de los que esta exposición organiza sus apartados.
En ‘Los poderes del mago’ se recogen tres de los cuatro autorretratos que realizó. En Tentativa de lo imposible (1928), por ejemplo, podemos verle a medio pintar –pero tan “real” como él– una mujer desnuda, surgida enteramente de su imaginación. Por su parte, ‘Imagen y palabra’ alude a la introducción de palabras en el cuadro, como ya hicieran futuristas y dadaístas. Lo grave del caso es que aquí palabra y representación se desmienten mutuamente, poniendo en aprietos al espectador, que no sabe a qué carta quedarse y, por tanto, busca una explicación más allá de lo visible. Cuando Magritte pone por escrito que la pipa pintada no es una pipa, no hace más que recordarnos que, en definitiva, un cuadro, por realista que sea, no es sino una creación ilusionista y nunca podrá tomarse por una imagen de la realidad. En ‘Figura y fondo’ se alude a los cuadros que utilizan el recurso de la imagen collage, que en el plano del cuadro abre o superpone espacios que parecen resultados de un recorte. Así, lo que empezamos a tomar por realidad se desgaja en capas y huecos que, otra vez, hacen presente el carácter ficticio de la representación. Panorama popular (1926) es un ejemplo sobresaliente de ello.
También practicará la inversión de figura y fondo, convirtiendo aquellas en huecos a través de los que aparece lo que éstas no son (paisajes, agua o vegetación), tornando así el perfil ausente en un fantasma. En el apartado ‘Cuadro y ventana’ encontraremos los ejemplos más rotundos del juego metapictórico y aquí con ejemplos extraordinarios. A partir de la composición barroca del cuadro dentro del cuadro, Magritte convierte el trampantojo, literalmente, en una trampa para la mirada. Si el cuadro puede compararse a una ventana, a decir de los antiguos tratadistas, en un cuadro perfecto “el cristal” sería completamente transparente y, por tanto, el cuadro como tal habrá desaparecido.
La muerte del cuadro
Sus célebres hombres con bombín, de espaldas al espectador, son el colmo de la convencionalidad trastornada
Puedo imaginarme lo que disfrutó Magritte jugando con este recurso: superponiendo el cuadro al paisaje real y haciendo añicos aquel cuadro para dejar ver detrás lo mismo que representaba. Es exactamente lo que pasa en La llave de los campos (1936) (un cuadro notable que pertenece a la colección permanente del museo). Esto produce en las diversas obras de esta sección una vertiginosa gradación de realidades (el lienzo material, el cuadro representado, la escena que éste copia…). ‘Rostro y máscara’ es, para mi gusto, el conjunto más enigmático. Aparecen los célebres hombres con bombín, que son el colmo de la convencionalidad trastornada. De espaldas al espectador, encarnan el acto de mirar. O los ataúdes que sustituyen a personajes de cuadros célebres (Madame Récamier de David, 1951), reconocibles para el aficionado, pero con sobresalto. O, finalmente, algunos de sus cuadros más identificables con el surrealismo convencional, como El terapeuta o In memoriam Mack Sennett (ambos de 1936).
El apartado titulado ‘Mimetismo’ agrupa los cuadros guiados por el principio de la metamorfosis. Figuras femeninas, aves de alas extendidas o la máscara mortuoria de Napoleón parecen contagiarse de su entorno y fundirse en él sin dejar de ser lo que son. Así ocurre en La firma en blanco (1965), donde una amazona a caballo pasea por un bosque, y la vemos no entre los árboles, sino sobre ellos. Donde sabemos que está, pero se oculta a la mirada. Por último, ‘Megalomanía’ juega con los cambios de escala. Muchos de estos cuadros tienen a un único objeto como protagonista, ocupando de forma incongruente la totalidad de la escena, “asustado” de su propia presencia. Esto nos permitirá, decía el pintor, conocer mejor su esencia. Y, por cierto, revelar la condición extraordinaria de lo ordinario, lo que tal vez fue el propósito último de todos sus cuadros. Esa “magia cotidiana” que parece que puede revelársenos en cualquier momento.