L'invitation au voyage. Galería Travesía Cuatro. San Mateo, 16. Madrid. De 5.000 a 48.000 €. Hasta el 25 de noviembre
Antes de leer esta crítica, busquen la canción con la que el compositor francés Henri Duparc puso música al poema de Baudelaire L'invitation au voyage. Una melodía para soprano y piano que nos imbuye del estado de ánimo necesario para adentrarnos en la nueva escultura-instalación de Álvaro Urbano (Madrid, 1983) en la galería Travesía Cuatro. Allí, lo primero que nos encontramos es la trasera de un muro de madera que nos impide ver lo que hay al otro lado, como si fuéramos un grupo de actores a punto de entrar a escena. Siguiendo ese delgado pasillo llegamos al salón de una casa de muros curvos y un gran ventanal por el que se cuela la claridad de la luz natural.
Las ventanas, las formas de los volúmenes, los muebles, todo aquí remite a la villa E-1027 que la diseñadora irlandesa Eileen Gray construyó junto a su pareja de entonces, Jean Badovici, en la Costa Azul en los años 20 del pasado siglo, un edificio muy avanzado para su tiempo que pasó, años después, un largo periodo de abandono y pillaje hasta que fue rehabilitado. Su historia, repleta de leyendas en las que el arquitecto Le Corbusier cobra un desafortunado protagonismo (años después interviene sus muros inmaculados con pinturas de fuertes colores), ha sido fuente de inspiración para otros artistas como el fotógrafo danés Kasper Akhøj que le dedicaba en Ivorypress una serie al edificio abandonado.
Urbano pone ahora el foco en la casa tal y como Gray la vivió, con sus muebles de formas sinuosas, el cabecero de la cama o su característica mesa E-1027. Reproduce todo a conciencia, introduciendo pequeños guiños a la turbulenta relación de Gray con el arquitecto suizo. Crecen setas en muchos de los muebles, que han sido parasitados, y su famosa mesa se transforma en una paleta improvisada.
Se cruzan aquí la arquitectura y la naturaleza, la luz y el sonido, convertido en un rumor de olas
No faltan tampoco los elementos inquietantes a los que tanto le gusta acudir al artista –recuerden la instalación que presentó en ARCO en 2020: una habitación vacía, habitada únicamente por una planta de hojas secas y un montón de cartas que nadie había pasado a recoger–. Deja ahora a la vista un mueble que no termina de cerrar, o introduce de nuevo aquella planta de factura hiperrealista –hecha con metal pintado, por cierto– y varias hojas secas arremolinadas en una de las esquinas al final del recorrido junto a una cabaña-caseta de perro desde la que Le Corbusier vigilaría a Gray.
Persiste en este proyecto esa sensación de ambiente enrarecido, distópico que vimos en El despertar, en La Casa Encendida. Y se cruzan también la arquitectura y la naturaleza, la luz y el sonido, convertido en un rumor de olas que vienen y van, con algunos momentos dedicados a la melodía de Duparc.
Esa luz mediterránea se cuela por todo un frente de ventanas que replican a la perfección –bisagras incluidas– las de la casa E-1027, tanto que los toldos de tela del exterior se mecen al son de un viento que parece correr, fresco, en el exterior. Tienen algo de sombras chinescas –una vez más aquí el elemento teatral–, y la huella de una ausencia reciente, a través de esas plantas mustias rodeadas de hojas secas o de un cenicero en el que se conservan varias colillas consumidas, algunas de ellas con restos de carmín.
Es fascinante cómo consigue introducirnos, de nuevo, en un viaje en el tiempo y en el espacio mientras reivindica la importancia de una creadora a la que su condición de mujer relegó a un segundo plano. Una de las citas imprescindibles de esta Apertura.