El diario La Vanguardia impulsó meses atrás una sección titulada “Grandes discursos del siglo XX”. En el marco de la misma se publicó, a comienzos de este mes, la declaración que hizo Jean-Paul Sartre para explicar las razones de su rechazo al premio Nobel, cuando le fue concedido en 1964. Nunca había leído yo este texto en su integridad. Hacerlo en estos tiempos, y precisamente en estas fechas, cuando en España está a punto de empezar la ronda anual de premios literarios, invita a algunas consideraciones quizás oportunas.
Empecemos por recordar que Sartre rechaza un premio para el que no se ha postulado y que le fue concedido de todas formas, por mucho que ni concurriera a su entrega ni cobrara su importante dotación económica (250.000 coronas de la época). Se trata, como es sabido, de una de las más altas distinciones a que puede aspirar cualquier escritor, y quien la concede –la Academia sueca– lo hace por razones supuestamente desvinculadas de cualquier interés ni material ni propiamente ideológico. Pese a lo cual, Sartre se revela altamente susceptible al carácter simbólico de la institución y a su posición implícita en la decisiva guerra cultural que tiene lugar en aquel momento. Recuérdese que son los años más críticos de la Guerra Fría.
Los premios literarios comerciales son una pintoresca instancia de consagración que algunos fingen tomarse en serio
Pero oigamos a Sartre: “El escritor que adopta una posición política, social o literaria debe actuar únicamente con los medios que le son propios, es decir, la palabra escrita. Todos los honores que puede recibir exponen a sus lectores a una presión que no considero deseable. Si me designo a mí mismo como Jean-Paul Sartre no sería lo mismo si me designara Jean-Paul Sartre, ganador del premio Nobel. El escritor que acepta un honor de esta clase se involucra a sí mismo con la asociación o institución que lo ha honrado […] Pero el escritor debe negarse a dejarse transformar en una institución, incluso si es bajo las más honorables circunstancias, como es en el presente caso”.
Tal es el núcleo de la argumentación de Sartre, que luego añade consideraciones de orden más netamente político, entre las que se cuentan, por un lado, su desacuerdo con algunas de las decisiones adoptadas en el pasado por la Academia sueca, y por otro su susceptibilidad ante las interpretaciones a que podía dar lugar su aceptación del premio en los medios de la derecha.
La posición de Sartre se refiere específicamente a los honores oficiales, a los que siempre se resistió. Salvadas las distancias, algunos de sus argumentos se compadecen bien con los que, de manera igualmente plausible, blandió Javier Marías con ocasión de rechazar el Premio Nacional de Literatura en 2012.
¿Hasta qué punto razones de este tipo mantienen su validez cuando se trata de premios, por así llamarlos, “comerciales”? ¿Hay motivos para pensar que las editoriales que los conceden no son instituciones ideológicamente connotadas y que el tipo de reconocimiento que otorgan no impregna la figura pública del escritor en cuestión? La descarada venalidad de los intereses puestos en juego, ¿descompromete al escritor de consideraciones políticas, éticas e incluso estéticas?
No me refiero sólo (si bien debería ser un factor a tener en cuenta) a las complicidades de los grandes grupos editoriales con partidos políticos y medios de comunicación inequívocamente connotados. Me refiero también, cómo no, ya en otra escala, a la consabida trastienda de arreglos previos entre editores y agentes literarios, a los conchabamientos y disimulos, a la mecánica falseada de las deliberaciones, a la participación a menudo cínica de los jurados, a la no menos cínica y encima servil connivencia de la prensa cultural con lo que a todas luces es una operación publicitaria, a la alegre concurrencia de las autoridades culturales en los festejos correspondientes… y a un largo etcétera de aderezos que han convertido a los premios literarios comerciales en una pintoresca instancia de consagración que algunos todavía fingen tomarse en serio, empezando por los lectores, y que desvirtúa de manera significativa la cartografía literaria del país.
No es cuestión de rasgarse las vestiduras ni de sacar las cosas de quicio. Que los escritores no se sientan concernidos por nada de esto es una opción respetable. Pero lo es más la contraria, me parece.