Con 16 años Thor Jurodovich decidió hacer un viaje a Florencia. Una de sus paradas fue la Galería de la Academia, casa de unas de las mejores esculturas de todos los tiempos: el David de Miguel Ángel. Se quedó tan ensimismado que no se había dado cuenta de que habían pasado cuatro horas y que las lágrimas recorrían su rostro cuando el personal de seguridad se acercó para comprobar si se encontraba bien. Tan pronto salió de allí se dirigió a una cabina telefónica, llamó a su madre y le pidió que le enviara una maleta con ropa. Había decidido quedarse en Florencia, ciudad en la que viviría los próximos cuatro años.
A Miguel Ángel llegó a través del cine, la literatura y los libros de Stendhal, “quintaesencia del escritor de viajes que te hace ver no solo cómo es el paisaje de un lugar sino también su antropología”, apunta el escritor. Fruto de la fascinación por la figura del artista, el arte y la belleza surge El enigma Miguel Ángel. Símbolos y códigos ocultos (Ediciones Luciérnaga), un ensayo a ratos novelado en el que Jurodovich nos descubre una serie de mensajes ocultos en las obras del genio renacentista. “Quiero dar a conocer que el artista esconde secretos en sus obras para que la gente conozca los símbolos que forman parte del Renacimiento, una época en la que se quería hacer resurgir el conocimiento clásico pero la Iglesia estaba tan encima que se tenía que hacer a escondidas”, apunta el escritor.
Jurodovich, especialista en antropología de las religiones, entrega un estudio detallado que nos adentra en el vasto saber de un artista que depositó muchos de sus conocimientos en su trabajo pasando desapercibido en su momento.
El guijarro que David esconde en su mano
“Vi el ángel en el mármol y lo tallé hasta que lo puse en libertad”, dijo Miguel Ángel a propósito de David. No es ni mucho menos un secreto que la estatua fue un encargo para decorar uno de los ventanales de la Catedral Santa María Maggiore de Florencia. Esa es la razón por la cual la escultura tiene esas dimensiones y, por eso, sus manos y sus pies resultan tener un tamaño desproporcionado. La belleza de la estatua hizo que se replanteara si aquella repisa era el mejor lugar para ella. Finalmente, se decidió un nuevo lugar: la entrada del Palazzo Vecchio en la Piazza de la Signoria (en su lugar ahora vemos una reproducción).
Sin embargo, en la monumentalidad de la obra Miguel Ángel escondió en la mano de David un pequeño guijarro, ese con el que venció a Goliat, que puede ser la metáfora de “la piedra filosofal, la que nos puede transformar a través del conocimiento supremo”, apunta Jurodovich. Uno puede pensar por qué el artista tallaría una pequeña piedra en una obra tan grande si, seguramente, nadie se daría cuenta de su presencia. “Miguel Ángel la talla igual porque necesita volcar sus conocimientos”, cree el escritor.
Miguel Ángel llegó a Florencia siendo adolescente y fue apadrinado por Lorenzo el Magnífico. Rodeado de personas como Giovanni Pico della Mirandola, Marsilio Ficino y Angelo Poliziano “aprende tanto que sin darse cuenta veía la vida de otra manera. Aprende a través de los ojos de sus maestros en el momento más importante de los últimos 2000 años”, asegura Jurodovich. Conoce la cábala, el saber judío, aprende a diseccionar cuerpos en un momento en el que se recuperan los conocimientos médicos y comparte afinidades con los spiritualis, secta que quería cambiar la iglesia católica. En definitiva, “era un superdotado capaz de absorber muchos conocimientos”.
“No soy un pintor”
Pero su conocimiento de las disciplinas artísticas no se limita a la escultura y a la pintura, de la que siempre dijo que no era pintor, si no que también tenía grandes conocimientos de arquitectura. “Uno de los lugares más importantes que hemos visto es el Vaticano y la cúpula la ideó él. Miguel Ángel era el hombre renacentista por antonomasia”, arguye el también fotoperiodista. Creó la cúpula, diseñó fortificaciones y fachadas de iglesias, escribió poemas, esculpió y pintó la capilla Sixtina, otra de sus grandes obras maestras.
Esta obra titánica para la que tuvo que crear una estructura para elevarse hasta el techo (también la construyó para esconderla de los ojos curiosos que merodeaban por allí) contiene casi 300 figuras humanas. Fue el arquitecto Bramante quien le propuso al Papa Julio II que fuera Miguel Ángel quien se encargara de pintar la capilla. Pero no se trataba de una recomendación hecha para halagar al artista sino para intentar que fracasara. “Il Divino tuvo enemigos por ese carácter adusto e individualista. Quería trabajar, no gastaba tiempo compartiendo vino. Rafael, por ejemplo, era un chico muy guapo con don de gentes, igual que Leonardo”, apunta Jurodovich.
Sin embargo, Miguel Ángel “no cuidaba sus relaciones sociales y la envidia hace que te tachen de lo que no eres. Había mucha envidia”. Aunque, en realidad, Bramante "tenía miedo de que Il Divino hiciera sombra a su protegido, un joven Leonardo que ya apuntaba maneras". En cualquier caso, en la capilla que se puede ver en el Vaticano Miguel Ángel “honra al pueblo judío, muestra su conocimiento anatómico y transmite una sexualidad latente en las figuras, es un culto al cuerpo”, comenta Jurodovich.
La provocación de La Piedad
Miguel Ángel fue un maestro del engaño, tan solo hay que ver el rostro de La Piedad para entenderlo. La obra “une la tristeza y el oscurantismo del arte medieval del norte de Europa con el refinado gusto por la Antigüedad clásica. Filosofía clásica y cristianismo fluían entre los pliegues de la Virgen María”, escribe el autor.
La escultura la talló con tan solo 24 años y pronto se convirtió en una de las esculturas más brillantes de Il Divino. En ella, Jesucristo yace sobre la Virgen María pero el rostro juvenil, bello y etéreo de unos 25 años de edad contrasta con la edad que debería tener, en torno a los 45. Además, a los pies de la virgen nos topamos con la figura de un ángel poco común: “Las alas habían desaparecido, dos muñones eran el recuerdo de aquellos atributos pero entre ellas se distinguía una pequeña cinta de cuero que recorría la espalda y que parecía que acabara en una aljaba, la bolsa que solía usar para depositar flechas”, escribe Jurodovich. La provocación era mayúscula: Miguel Ángel había esculpido a María Magdalena.
Sin embargo, sus ganas de transmitir su sabiduría y de atacar a la iglesia empezó con Baco, al que esculpe con una capa de grasa sobre sus pectorales, con rostro risueño “de mirada turbia, bizca, con el estómago hinchado del valor del vino”, escribe Jurodovich. Una obra, a fin de cuentas, que “mostraría los pecados de la autoridad eclesiástica”.
Miguel Ángel viajaba hasta Carrara en busca de los bloques de mármol con los que iba a trabajar. En ocasiones se pasaba allí semanas y de vuelta se enfrascaba de tal manera en su obra que incluso se olvidaba de comer. Para Jurodovich Miguel Ángel “marca nuestra visión de la belleza. Cuando buscamos un cuerpo ideal pensamos en David, la belleza de la mujer la marca La Piedad y si queremos un rostro fuerte ese es el de Moisés”. En definitiva, el escritor considera que cualquier escultor que tenga que escoger un referente, optaría por Miguel Ángel porque él "cambia el concepto, recupera la esencia clásica y la mejora”.