Los museos, nos dice el ICOM, son instrumento para “la paz entre los pueblos”. ¿Paz? Sí, pero existe una robusta conexión entre el museo y la guerra. La conquista imperial y la “guerra total”, violentas fuerzas de la modernidad, definieron la misión del museo en la legitimación del poder –ese aspecto no es incluido en las derivaciones del último lema del ICOM, “El poder de los museos”– y de las agresiones bélicas. Raro será el museo que no haya sido alimentado o vampirizado por la guerra.
No es infrecuente que las campañas militares conlleven una actividad más o menos organizada de “confiscaciones” artísticas. En otros tiempos, las obras formaban parte del botín a repartir entre reyes, oficiales o soldados –piensen en el saqueo de Roma en 1527– pero con el nacimiento en la segunda mitad del siglo XVIII de los museos públicos, que proclamaban la grandeza de los estados y su superioridad cultural, los expolios serían canalizados hacia ellos.
La conquista imperial y la “guerra total” definieron la misión del museo en la legitimación del poder y de las agresiones bélicas
El primer gran museo nutrido por la guerra fue el Musée Napoleón, nombre dado al Muséum Central des Arts, en el Louvre, poco antes de que el general corso fuese proclamado emperador en 1804. La República, heredera de las primeras democracias y faro de la Ilustración, se creyó autorizada para secuestrar las obras maestras de la Antigüedad y el Renacimiento en los territorios ocupados. El método: hacer pagar en arte las indemnizaciones de guerra. El fin: hacer de París la nueva Roma imperial.
En estilo neoclásico, se creó un Museo de Antigüedades en los apartamentos de Ana de Austria y míticas esculturas como el Laocoonte, el Apolo Belvedere o la Venus de Médici hicieron entrada triunfal a la ciudad, en 1798, como trofeos de guerra. Hasta 1813 se sucedieron los envíos de tesoros artísticos desde Egipto, Italia, Bélgica, Prusia, Austria, Holanda y España… el último sería el célebre “equipaje” del Rey José.
Tras Waterloo, los países saqueados reclamaron lo suyo y el Louvre afirma hoy que solo conserva 75 obras de las robadas por el ejército francés. Pero el deslumbrante proyecto de Napoleón tendría eco histórico. Deslumbró incluso a sus víctimas y algunos de los países ocupados promovieron tras ser liberados la creación de sus propios museos nacionales.
Gran Bretaña compitió con Francia en el asalto a Egipto o a Mesopotamia. El British Museum no es producto de la guerra pero sí debe mucho al colonialismo, y es objeto de dos de las más sonadas reclamaciones de bienes obtenidos aprovechando una invasión. Aunque el gobierno británico comprara a Lord Elgin los relieves que este había arrancado del Partenón en 1799, no se puede hablar de adquisición legítima cuando Grecia estaba entonces ocupada por los otomanos, por lo que la dudosa autorización que este tremendo ladrón esgrimió tiene muy poco valor moral.
Tan poco como su hijo, James Bruce, VIII Conde de Elgin, Alto Comisionado en China que supervisó el latrocinio y la destrucción del Antiguo Palacio de Verano de Beijing en 1860 por tropas francesas y británicas durante la Segunda Guerra del Opio. Varios centenares de las piezas acabaron en el Museo Chino del Palacio de Fontainebleau, creado por la emperatriz Eugenia de Montijo; otras se encuentran en 47 museos de todo el mundo.
Napoleón se creyó autorizado para secuestrar las obras maestras de la Antigüedad y el Renacimiento en los territorios ocupados
El otro caso flagrante de botín de guerra en el British Museum es el de los bronces de Benín. Los palacios de este reino fueron saqueados por el ejército británico en 1897 en una expedición punitiva, y hay unos 900 objetos de esta procedencia en el museo.
El episodio es llamativo no solo por el enorme volumen de piezas robadas sino también porque el Foreign Office hizo negocio al vender una buena cantidad de ellas, que llegaron a museos de Estados Unidos y de Europa, sobre todo en Alemania, país que ha tomado una decisión histórica: el Ethnologisches Museum de Berlín devolverá a partir de este año más de 500 a Nigeria.
El heredero de Napoleón en la ambición imperial y el consiguiente afán por desvalijar los países invadidos fue Hitler. El Führermuseum planeado en Linz, su ciudad natal, no llegó a construirse pero sí consiguió reunir los fondos que habrían de llenar sus salas: 7.000 obras sustraídas o compradas en su mayor parte por la fuerza y a precio de saldo.
Una minucia, si consideramos que los nazis –con especial tesón del maligno Alfred Rosenberg y el insaciable Hermann Göring– desplazaron 250.000 objetos artísticos. El expolio tuvo dimensiones colosales. La Unión Soviética, Francia, Polonia, Holanda e Italia fueron despojadas de sus tesoros, complementados con las colecciones privadas de judíos y opositores.
Aún hoy, las más publicitadas demandas de restitución de bienes culturales están relacionadas con las “adquisiciones” nazis.
El heredero de Napoleón en la ambición imperial y el consiguiente afán por desvalijar los países invadidos fue Hitler
La II Guerra Mundial fue infernal, también para los museos. Multitud de obras se perdieron o se destruyeron, colecciones enteras. La del Kaiser-Friedrich-Museum, hoy en la Gemäldegalerie, fue diezmada en el incendio –quizá provocado para encubrir anteriores robos– de la torre de defensa antiaérea en la que se había guarecido una buena parte de ella, 430 pinturas y 300 esculturas.
Algunas han reaparecido en el mercado y se ha revelado que en el Museo Pushkin de Moscú están 59 de sus esculturas del Renacimiento italiano, de artistas tan destacados como Donatello o Luca della Robbia.
Rusia sacó de Alemania innumerables obras de arte en concepto de compensaciones de guerra: vació el Museum der bildenden Künste de Leipzig, la Bremen Kunsthalle o la Dresden Gemäldegalerie. Solo de esta se llevó 1.250, devueltas en los años 50 junto con otro ¡millón y medio de piezas! Y quedan miles en museos y colecciones privadas, no solo rusas, pues Stalin vendió parte de esos trofeos fuera del país. Entre otros, a Andrew Mellon, con destino final en la National Gallery de Washington.
Los libertadores americanos también trincaron. De un lado, tras la Conferencia de Potsdam que dictó las reparaciones a pagar por Alemania, Estados Unidos organizó el envío a su territorio de 200 obras maestras del Kaiser-Friedrich-Museum elegidas por el director del Met, Francis Henry Taylor, el mismo que impulsó la actividad de rescate de los Monument Men en Europa.
La comunidad artística estadounidense expresó su indignación y en 1948 se devolvieron, al concluir una exposición itinerante por todo el país. Lo que aún conservan en un almacén de Fort Belvoir (Virginia) es la colección de arte hitleriano incautado con el fin de evitar el resurgimiento del nazismo: un atípico “museo” de guerra para mantener las obras fuera de la vista. Reunieron 8.722 obras de 360 artistas.
En 1982 el Congreso decidió restituir todo lo que no glorificara abiertamente al Reich, conservando las 327 piezas más “peligrosas” más 259 con propósitos educativos.
Europa ha dejado de ser el objetivo principal del latrocinio, desplazándose el foco a Oriente Medio y algunos países asiáticos
Las guerras mundiales tuvieron algún efecto positivo en los museos. Los países consensuaron protocolos que cristalizaron en la Convención para la Protección de la Propiedad Cultural en caso de Conflicto Armado (La Haya, 1954) y se reforzó la profesionalización de los conservadores de patrimonio. Se han documentado a fondo las actuaciones de catalogación, evacuación y ocultación de los más importantes museos europeos en esa etapa.
También durante la Guerra Civil española, con particular foco en el Museo del Prado. Pero ahora, gracias a la reciente investigación de Arturo Colorado Castellary, sabemos también que este museo, y otros 34 en nuestro país, fueron beneficiarios del reparto que hizo a partir de 1939 el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional (Sdpan) de 3.761 piezas incautadas por la republicana Junta Superior del Tesoro Artístico o por el propio franquismo –colecciones de artistas, intelectuales y coleccionistas republicanos, masones o nacionalistas– y que les fueron entregadas en “depósito”.
Se buscaba "potenciar aquellos museos e instituciones que interesaban a la política cultural franquista y, en última instancia, premiar a los amigos”. Además del Prado (392 obras) fueron privilegiados dos museos, “iconos de las artes populares y de las tradiciones creativas del pueblo español”: el Museo Nacional de Artes Decorativas (1.500) y el Museo Romántico (311).
A partir de entonces, los botines artísticos no van directamente a los museos. Hoy sería inaceptable. Pasan por el mercado ilícito, desde el que se derivan en gran medida a colecciones particulares. Todos los conflictos bélicos recientes han supuesto destrucción y escamoteo de patrimonio.
Europa ha dejado de ser el objetivo principal del latrocinio, desplazándose el foco a Oriente Medio y algunos países asiáticos. Y no solo en las guerras de invasión: a menudo son las guerras civiles las que propician el expolio y la venta en el extranjero, para financiar la guerra o el terrorismo.
Sucedió así en Camboya, donde el Dépôt de la Conservation d’Angkor fue saqueado en los años 70 por tropas vietnamitas y los jemeres rojos –1.500 esculturas se esfumaron–, o en Somalia, en los 90. Y en Yugoslavia, en Colombia, en Sri Lanka, en Líbano. El Museo Nacional de Kuwait extravió un 20% de su colección a manos de los iraquíes.
En Afganistán fue mucho más grave. El Museo Nacional en Kabul sufrió en 2001 el pillaje y la destrucción a gran escala: los talibanes hicieron desaparecen el 70% de los 100.000 objetos que custodiaba.
No tenemos por ahora noticias de saqueo de museos en Ucrania pero sí de daños de distinta envergadura en trece de ellos
Iraq protagoniza el penúltimo gran drama patrimonial en tiempos de guerra. Solo entre 2003 y 2005 alrededor de medio millón de antigüedades salieron del país. El Museo de Iraq perdió, gracias a la pasividad de los mandos estadounidenses, 15.000 piezas en ocho días. Ha recuperado la mitad de ellas.
Michael Rakowitz, artista iraquí-estadounidense, lleva quince años recreando el resto a través del proyecto El enemigo invisible no debería existir: realiza esculturas –ya cerca de mil– con coloridos embalajes de alimentos de Oriente Medio denunciando ese tráfico ilegal de bienes culturales también en los propios museos que en algún momento se han aprovechado de él.
El último es el que aún esquilma las riquezas de Siria, en guerra civil desde 2011, con el agravante de que personas relevantes en el poder protagonizan o protegen los hurtos. Un informe de 2020 denunciaba que 29 museos y lugares de culto habían sufrido severos daños y la sustracción de 40.635 objetos, a los que habría que sumar los contenidos en las 405 cajas que el ministro de Defensa Mustafa Tlass se llevó a Dubai. Los museos más afectados han sido los de Palmira (3.450), el Museo Arqueológico de Idlib (5.844), Maarat al-Numan y Raqqa.
Ya nos están llegando noticias sobre el saqueo de museos en Ucrania, que se suma a los numerosos daños de mayor o menor envergadura en trece de ellos, como el museo de antigüedades ucranianas Vasyl Tarnovsky en Chernihiv, el Museo Popov Manor en Vasylivka y el Museo de Bellas Artes en Járkov.
Ardió el Museo Histórico y Cultural de Ivankiv, con obras Maria Prymachenko, y quedó devastado el Museo Arkhip Kuindzhi de Mariupol. El Ayuntamiento de esta ciudad ha denunciado que antes del bombardeo del museo desaparecieron algunas obras del propio Kiundzhi y de otros artistas importantes ucranianos como Ivan Aivazovsky, a quien dedicó hace poco una exposición el Museo Ruso de Málaga.
Los protocolos de evacuación se han puesto en marcha en varias ciudades ucranianas y la ayuda internacional se ha extendido al ámbito museístico. Pero esa profilaxis no ha impedido que los rusos secuestraran el oro escita del Museo de Historia Local de Melitopol. El ICOM considera esta operación como un “crimen organizado de Estado”, basándose en la presencia de “asesores científicos” en ella.
El tesoro en cuestión –cerca de 200 piezas– tiene un elevado valor no solo económico sino también simbólico: Rusia se venga a través de esta apropiación del fallo de los tribunales holandeses, que ordenaron devolver al gobierno de Ucrania las piezas escitas que cuatro museos de Crimea habían prestado (antes de la anexión de la península) al Museo Allard Pierson de Ámsterdam para la exposición Crimea: oro y secretos del mar Negro.
La guerra en Ucrania afecta también, de otra manera, a los museos rusos –préstamos paralizados, proyectos suspendidos– y a sus franquicias en el extranjero: las últimas exposiciones en el Museo Ruso de Málaga regresarán muy pronto a San Petersburgo. Entre ellas Guerra y paz.