Los cuadros de Alex Katz (Nueva York, 1927) son inconfundibles. Los que generalmente identificamos con él –porque también ha pintado paisajes– son retratos en primer plano, óleos sobre lienzo, de grandes, muy grandes, dimensiones. El rostro ocupa buena parte del cuadro, los colores son planos y el fondo es neutro. Su simplicidad y falta de dramatismo resultan decepcionantes para quienes buscan en el arte la satisfacción de deshacer alguna clase de nudo.

Alex Katz

Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Comisario: Guillermo Solana. Hasta el 11 de septiembre



Y, sin embargo, su monumentalidad y su franqueza resultan cautivadoras. Su cromatismo avasalla la representación, de modo que resultan una suerte de abstracción furtivamente figurativa. Y también, se desempeñan con una transparencia por la cual uno está tentado de creer que tal vez, en algún sentido, el mundo esté bien hecho.

Pero todo esto son meras impresiones subjetivas, opiniones que nada tienen que ver con la intención del artista y que hablan más de la psicología del que mira que del creador de la imagen mirada. Por lo tanto, no seguiré por aquí.

Mucho más interesante es darse cuenta de cómo Alex Katz construyó un estilo de forma nada espontánea y sí muy deliberada, para ocupar un lugar propio y singular en la taracea de lenguajes artísticos que se traban en la segunda mitad del siglo XX.

Alex Katz construyó un estilo de forma nada espontánea y sí muy deliberada, para ocupar un lugar propio y singular

Empecemos por sus formatos. La mayoría alcanzan entre tres y cuatro metros de ancho por más de dos de alto. Solemos asociar estas dimensiones al expresionismo abstracto americano, a los enormes lienzos de Barnett Newman y Jackson Pollock, pero esto es una simplificación.

Los grandes formatos ya habían aparecido en los Estados Unidos casi un siglo antes. Algunos de los paisajes panorámicos de Edwin Church y Albert Bierstadt compiten con ellos en tamaño (Church llegó a exponer sus cuadros en teatros, donde se entregaban prismáticos al público).

Alex Katz: 'The Cocktail Party', 1965. Colección privada, Nueva York

En los expresionistas influyeron de forma directa los murales de Diego Rivera (del que algunos fueron alumnos) y el mismo Guernica (3,49 m x 7,77 m), expuesto en el Museo de Arte Moderno de Nueva York desde 1939. Aún más: cuando Alex Katz visita por primera vez el Louvre, queda anonadado por las dimensiones de los cuadros de Veronés, Rubens y Jacques-Louis David (expresivamente, escribió: “Veronés era King Kong”).

Tal y como relata el sabio texto del comisario en el catálogo, los críticos han elaborado varias teorías para explicar el sentido de pintar lienzos tan grandes: proporcionan la posibilidad de “entrar en el cuadro” (H. Rosenberg), dejan de ser un objeto para convertirse en una imagen, en un ente puramente visual (C. Greenberg) o, rizando el rizo, permiten que el artista sea quien habite el cuadro y se apropie de él, hasta convertirlo en una extensión de su cuerpo (Th. Hess y E. C. Gossen).

Su monumentalidad y su franqueza resultan cautivadoras. Su cromatismo avasalla la representación

No sé con cuál de estas interpretaciones estaría Katz de acuerdo, lo que sabemos es que, a finales la década de 1950, el pintor asumió que sus retratos, aunque eran de mayores dimensiones de lo habitual, nunca podrían competir con las grandes creaciones abstractas. Y decidió hacer “pintura figurativa a la escala de los expresionistas abstractos, o sea, a gran escala. Nadie había hecho algo así, era algo emocionante”.

Pero junto a este impulso, confluyó otro, según contó el propio Katz, y fue el de hacer una pintura que pudiera competir en el espacio público, una pintura inspirada en las vallas publicitarias.

Sin embargo, pintar retratos en grandes dimensiones constituye sólo la mitad del secreto de su obra y, a mi modo de ver, la más obvia. La otra es rechazar el objetivo clásico del retrato, que era captar la psicología del sujeto. Katz es, por su parte, plenamente moderno, en el sentido de Matisse o Cézanne: aunque las caras se parezcan a sus modelos, su interés es la pintura, no la personalidad.

Alex Katz: 'Double Sarah B', 2011. Colección particular, cortesía López de la Serna CAC, Madrid

El hecho de que su modelo haya sido fundamentalmente su segunda esposa, Ada del Moro, a la que ha dedicado más de 1000 obras, es una prueba de dónde reside el interés del artista. En definitiva, el resultado es que sus cuadros consisten en una sucesión de planos de color definidos, de colores suculentos o delicados, bellos en sí mismos. Figuras sin punto de vista ni iluminación, sobre un fondo muchas veces perfectamente abstracto.

En ocasiones, en busca de composiciones más dinámicas, Katz realiza retratos de grupo en los que casi se puede escuchar la conversación. En otras, una misma figura se repite en distintas posturas, como en una viñeta (de este tipo son algunos de los más recientes, de 2016).

Podemos detectar, en efecto, otros puntos en común con artistas del pop, desde Lichtestein a Warhol o Hockney. Como algunas obras de los dos primeros, cuadros de Katz –Double Sarah B (2011) o Tracy (2006)– me resultan demasiado fríos y envarados.

Alex Katz: 'Blue Umbrella #2', 1972. Colección privada, Nueva York

En esta exposición podemos encontrar varias de sus mejores obras de este género: The Red Smile (1963), Blue Umbrella (1972), Red Coat (1982) y The Cocktail Party (1965). Pero también algunos ejemplos de su faceta menos conocida: la pintura de paisaje. Una temática que desarrolló desde finales de la década de 1980 y guiado por el mismo interés, la gramática de la pintura más allá del significado de las formas. Así, la vegetación ocupa la totalidad del lienzo, sin permitir que se configure un paisaje.

Vemos troncos y hojas componiendo juegos de ritmos. Pero en el caso de estos paisajes me atrevo a buscar otros precedentes: el llamado Modernismo Americano, con autores como Milton Avery o Arthur Dove, para los que la naturaleza era apenas una excusa aceptable para componer con color. Pienso en ello ante cuadros como Golden Field # 3, (2001).

Esta es la primera retrospectiva que se le dedica al pintor en España y cuyo desarrollo Alex Katz ha seguido con atención, activo como está a sus 94 años. 

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