La última exposición de David Bestué (Barcelona, 1980) suda, no es constante y se transforma con el paso de los días. Es un proceso muy sutil que se da en las reacciones internas de los materiales orgánicos que componen las piezas: azúcar, arena y resinas y parafinas en las que se funden otras cosas: naranja, limón, sardina, hueso, grasa, sal, retamas, rosas, laurel, humo y tierra. Cada una de las esculturas mudará, continuará un ciclo vital hasta descomponerse y perder la forma.
El artista coloca así el acento en la desintegración incontrolable y no en una apariencia inicial. De hecho, son siluetas que se repiten porque parten de moldes, pero lo modular en la descomposición pierde su cualidad productiva, fija y homogénea.
Podría parecer paradójico que toda esta mutación suceda en un espacio de conservación, en este caso de la obra de uno de los artistas más representativos de la reflexión a través de la forma, y no de la materia, Jorge Oteiza.
El artista coloca el acento en la desintegración incontrolable y no en una apariencia inicial
El proyecto, apunta Bestué, puede explicarse pensando en dos espacios domésticos: el trastero, en el que los objetos permanecen congelados y fuera de uso; y la alacena, en el que conservamos los alimentos, que irremediablemente -ya sea porque se comen o se pudren- son símbolo del transcurso vivo del tiempo.
Pero la muestra no se agota en este antagonismo, en esta confrontación formal entre las maneras de operar de cada artista. Hay un detalle, entre todos estos elementos y amalgamas residuales, entre la retícula que contiene las plantas del paisaje circundante (una codificación del territorio), los vacíos de tuberías, los elementos conductores que se deshacen y exceden las tramas y patrones, hay una sola imagen fija: una fotografía de la calle junto a la playa de Riazor donde sucedió el asesinato homófobo de Samuel Luiz en 2021.
Frente a ella un monolito conmemorativo hecho con la arena de esa playa coruñesa. Y así, en la ejecución de un monumento que se descompone, se reivindica simbólicamente, en la forma y en la materia, la memoria viva.
Al igual que Oteiza, en las diferentes estelas que realizó, y en especial en la que aún está en tierra de nadie en Tolosa dedicada a Txabi Etxebarrieta (y que el artista conectaba con la placa que hizo también para la otra primera víctima del conflicto vasco, el guardia civil José Antonio Pardines), se habla de la eliminación de lo que excede, no encaja en una visión única y hegemónica o no interesa entender.
En este ejercicio que la Fundación Oteiza propone por quinta vez -el programa Hazitegia (semillero) para nueva producción sobre el legado del escultor vasco- se desvelan relaciones y líneas en una tentativa de trazar genealogías que no restriñan.
Se muestra al público cómo actúa la práctica artística: desde una tentativa de ordenación múltiple del entorno o desde el trabajo con la condición inherente transformación del mundo. En ambos casos, son propuestas de nuevos signos para una gramática poética que nos permita actuar libremente sobre nuestra noción y conformación de realidad.
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