En 1966, el austriaco Adolfo Schlosser (Leitersdof, 1939-Madrid, 2004) se instaló en España junto a la artista Eva Lootz. Fue un año importante para la escena artística nacional. No solo llegaron a España, Schlosser y Lootz, sino también Mitsuo Miura, del que el Centro de Arte 2 de Mayo(CA2M) inaugurará pronto una exposición individual.
Son tres artistas que vinieron de fuera para quedarse y afectaron los modos de hacer de muchos creadores que estaban aquí. Fueron amigos, incluso Schlosser y Miura se retiraron a mediados de los 70 a Bustarviejo, en la sierra madrileña, donde compartieron los paseos por sus bosques y también esos encuentros casuales que parecen no tener importancia hasta que se ven incorporados a sus obras.
En esos años 70, hubo una vuelta a la naturaleza, al paisaje, aunque de otra forma, no tanto como representación, sino interviniéndolo, el land art, o apropiándose directamente de él, sin herirlo, y llevándolo a la sala de exposiciones.
La tensión entre lo natural y lo cultivado se traslada a muchas de las esculturas de Schlosser
Había una mentalidad ecologista que avanzaba muchos de los presupuestos de ese arte de hoy que alude a algunos de los principios de la sostenibilidad y que, en ocasiones, sin embargo, parece haber olvidado de dónde viene.
Por esto resulta tan trascendente regresar a figuras como la de Schlosser, que sostuvo durante décadas una obra que reflexionaba sobre la naturaleza y la forma en que esta era asumida y alterada por la cultura.
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Esta tensión entre lo natural y lo cultivado se traslada formalmente, a partir de los materiales y las estructuras que utiliza de base, a muchas de sus esculturas e instalaciones en las que también recuperaba esos saberes ancestrales que se están perdiendo, como el ahumado, el curtido o el adobe.
Técnicas que utiliza en algunas de las obras que pueden verse ahora en esta pequeña, pero imprescindible, retrospectiva que le dedica la galería Elvira González y que hace evidente la trascendencia de la obra Schlosser.
En la primera sala se concentran las obras producidas a mediados de los 70 y ya se puede intuir mucho de lo que vendrá después. En algunas, los materiales todavía son industriales, como en esa esculturita en la que los hilos de nylon sostienen unos tubos de aluminio, igual que harán, más tarde, las cuerdas o los alambres con los palos que encontraba en sus paseos, como se aprecia con claridad en la última sala, en una muy frágil estructura que sobresale de la pared y que por su delicadeza puede pasar desapercibida.
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En otras, ya está ese interés por lo natural, como en el cuerno tallado sobre una pieza de madera que adelanta la brutalidad de la instalación, Bóveda (1992), construida con un tronco que se descompone para formar lo que podrían ser los cimientos de la cabaña primitiva o un antiguo lugar de culto a los astros anterior a la historia.
El tiempo, tomárselo, ser lento, pararse, resulta necesario no solo para entender lo que ocurre en La casa de fuego (1990), ese hogar que reproduce el sonido de una tarde de invierno y que dura lo que la leña tarda en consumirse en la chimenea, sino para percibir lo que sucede en esas piezas que a modo de gabinete de las maravillas, en el que la clasificación entre natural y artificial todavía no está clara, cierra la exposición.
Las tensiones vuelven a aparecer en esa piedra envuelta en piel, dura y suave, que está en una de las esquinas o en la cola de ballena, Moby Dick en miniatura, que emerge del tablero de la mesa.
Las horas parecen alargarse, en una operación entre nostálgica y melancólica, cuando se entra en ese paisaje que es la obra de Adolfo Schlosser.