Es bien conocido el interés que mostraron las vanguardias literarias y artísticas del siglo XX por lo que de forma vaga podemos llamar locura. Lo dice textualmente Rimbaud: “Me parecían risibles las celebridades de la pintura y la poesía modernas (…) me gustaban las pinturas idiotas…”. Ese interés lleva el sello con que la incipiente modernidad se acerca a lo exótico y lo primitivo: el afán por librarse de corsés académicos, convencionalismos sociales y una cultura –racionalista y tecnófila– que sentían cada vez más estéril.
Y de esa matriz surgieron fenómenos tan distintos como las colecciones de máscaras africanas de fauvistas y cubistas, los surrealistas escribiendo bajo hipnosis, el método paranoico crítico de Dalí o las colecciones de obras de enfermos mentales. Y como contraprueba, baste mencionar la identidad entre vanguardia y enfermedad que estableció el nazismo bajo el título Arte Degenerado. O, que la URSS prohibió los libros de Freud desde los años treinta.
Estas tupidas conexiones entre arte y psiquiatría son la forma más sencilla de justificar la inauguración en un centro de arte de una exposición dedicada al psiquiatra catalán Francesc Tosquelles. La forma más sencilla y seguramente la más desenfocada. Pero es que hacerlo con precisión raya en lo inverosímil, por el anudamiento de política, ciencia y arte en que consiste su biografía. Abróchense los cinturones, vamos allá.
Los contenidos intelectuales de esta exposición son tanto o más perturbadores que sus creaciones artísticas
Francesc Tosquelles (Reus, 1912 - Granges-sur-Lot, Francia, 1994) se formó como psicoanalista en la Barcelona de los años 20. Antiestalinista y anarcosindicalista, militó en el POUM. Fue jefe de psiquiatría del ejército republicano en el frente de Aragón y en Extremadura creó una comunidad terapéutica con pacientes, cuidadores, monjas y vecinos.
Cruzó la frontera francesa tras la derrota, pasó tres meses en un campo de refugiados (donde creó una unidad psiquiátrica) y en 1940 fue rescatado para integrarse en el hospital psiquiátrico de Saint Alban. Allí ejerció como médico durante más de veinte años, poniendo en marcha cooperativas, talleres, publicaciones propias y teatro y cine amateur (todo lo que luego se denominó “terapia institucional”).
Es fácil detectar el carácter antiautoritario de su antigua militancia política. No eran empresas precisamente menores: un ejemplo, Tosquelles impulsó la publicación, en la imprenta del hospital, de la tesis doctoral de Lacan. Pero si este lugar se ha convertido en un mito es porque en la Francia ocupada fue refugio de miembros de la Resistencia y poetas antifascistas como Paul Éluard o Tristan Tzara (que se hicieron pasar por locos).
También se refugiaron o se formaron allí el cineasta Mario Ruspoli o el filósofo Félix Guattari. Al igual que el psiquiatra e intelectual del anticolonialismo Frantz Fanon. Y allí recaló Jean Dubuffet, para adquirir las obras de uno de los internos, Auguste Forestier, para su Museo de Art Brut.
Conocida su trayectoria profesional y su tesis sobre la escritura del delirio en la obra de Gérard de Nerval (1948), a finales de los sesenta, Tosquelles recibió la invitación del Institut Pere Mata, en su Reus natal, para trabajar allí. Pero él ya no tenía ninguna intención de volver y fue a través de visitas periódicas y grabaciones como ejerció su magisterio.
Lo que constituía su aportación fundamental en el campo de la psicoterapia institucional, pronto perdió interés con la masiva introducción los psicofármacos, esa “camisa de fuerza química”, como los denominaba. Así pues, el doctor Tosquelles falleció en suelo francés en 1994, la psiquiatría oficial no atendió a su legado y su memoria quedó perdida.
“Hacer psicoterapia es hacer política”, decía Tosquelles. Es lo que podemos ver en esta vertiginosa y conmovedora exposición
A ensamblar cuidadosamente esa historia rota está dedicada esta muestra, cuyos contenidos intelectuales son tanto o más perturbadoras que sus creaciones artísticas. Veremos los libros compuestos a raíz de su paso por aquel hospital de Éluard, con dibujos de Gérard Vulliamy (Recuerdos de la casa de los locos, 1946) o de Tzara, con litografías de Miró (Hablar solo, 1950).
Veremos una amplia colección de Art Brut, en la que aparecen cuadros de españoles como Joaquim Vicens Gironella, Miguel Hernández Sánchez y José García Tella, de reconocida solvencia intelectual, pero allí incluidos por la marginalidad derivada de su condición de exiliados.
[Dibujos para reparar el alma]
Veremos también algunos notables documentos videográficos: los descartes del filme de Abel Gance El fin del mundo (1930) con la intervención de Antonin Artaud. Y la película Desbarrar (2012), de la videoartista Angela Melitopoulos y el filósofo Maurizio Lazzarato a partir de entrevistas de Tosquelles de 1987, que fue el hilo con el que los comisarios de esta muestra entraron en el laberinto.
Pero la tesis de Tosquelles que más nos atañe es su crítica a la arbitraria y permeable frontera entre locura y cordura, tal y como la establece la institución. Dubuffet se pregunta: ¿Puede el acto artístico ser alguna vez normal? Lacan sentencia: todos sufrimos de paranoia, la diferencia es el grado y la gestión.
Del mismo modo que la vanguardia se abrió a la locura, Tosquelles y sus compañeros plantearon abrir los hospitales al mundo, con el arte como puerta giratoria. Porque “hacer psicoterapia es hacer política”. Es lo que podemos ver en esta vertiginosa y conmovedora exposición.