Alberto Sánchez (Toledo, 1895 - Moscú, 1962) fue uno de los primeros escultores españoles de vanguardia. Lo fue según la cronología y lo seguirá siendo, por su talento artístico y originalidad (junto con Julio González y Emiliano Barral). A finales de la década de 1920 fundó, con Benjamín Palencia y el muchas veces olvidado Pancho Lasso, la Escuela de Vallecas, sin duda, la mejor aportación española a la estética del paisaje moderno. Una combinación de surrealismo agrario, sentimiento telúrico y fidelidad al descarnado paisaje de la meseta, lejos de la verdolatría y la sublimidad en boga.
Prueba del reconocimiento de Alberto en su tiempo, así como de sus ideales, fue el encargo de una escultura monumental para la entrada del pabellón español de la República, en la Exposición Internacional de París de 1937. El moderno edificio de Lacasa y Sert albergó, como es sabido, un mural de Picasso titulado Guernica, entre otras muchas obras de artistas españoles y extranjeros, que querían llamar la atención sobre la amenazada supervivencia de la República tras la sublevación militar. Pero la guerra incivil desbarató su biografía: viajó a Moscú como profesor de dibujo de los niños que allí envió la República con el objetivo de protegerlos y ya nunca regresó a España.
Su figura se viene reivindicando desde la gran exposición que le dedicó el Museo Reina Sofía en 2001. En aquella ocasión, se erigió ante su fachada una réplica de la mencionada escultura de 1937, desaparecida tras la destrucción del pabellón. Su título no puede ser más (melancólicamente) expresivo: El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella.
Alberto Sánchez, antaño panadero, zapatero y escayolista, decide quedarse trabajando como obrero en el pabellón, para rematar la exposición en un tiempo récord
Los comisarios del susodicho pabellón se propusieron, con toda intención, mostrar junto a obras de Arte con mayúsculas, un escogido muestrario de artesanía: piezas de cerámica, cestería, esparto, aperos y trajes populares. Un plan consecuente con el lugar que lo popular, como manifestación de una cultura genuina, democrática y desjerarquizada, ocupaba en el ideario republicano.
Todo lo escrito hasta aquí es en realidad un prólogo para contextualizar la exposición de la Fundación Cerezales. Que trata de analizar un gesto y un objeto: el gesto es el de Alberto Sánchez, antaño panadero, zapatero y escayolista, que una vez terminado su trabajo de artista (escultor), decide quedarse trabajando como obrero en el pabellón, para rematar la exposición en un tiempo récord.
El objeto a analizar –que se puede ver en las fotografías de las salas dedicadas a la artesanía– son unas bellas estanterías de indudable autoría albertiana, con sus característicos perfiles biomórficos, tan semejantes a sus esculturas (¡pero que no eran arte!). Ni qué decir tiene que las estanterías desaparecieron cuando fue demolido el pabellón, pero al comisario de esta muestra le sirven para plantear una serie de cuestiones de calado, desde la resbaladiza distinción entre lo artístico y lo artesano, al compromiso del artista con la realidad contingente en que habita. Y esto lo piensan a través de las piezas escogidas.
[Naturaleza, arquitectura y mecenazgo]
Algunas son de sobra conocidas, como las alfombras recogidas por Teresa Lanceta en el Atlas marroquí, cuyos patrones se convierten en motivo de sus propios tapices. También en el ámbito textil, una pieza muy resultona son los trajes populares españoles, montados sobre tornos eléctricos de alfarero, que despliegan secuencialmente su danza colorida y armónica.
Hay dos obras de algún modo simétricas: el sugerente vídeo de Andrea Büttner sobre las monjas alemanas cuyas modestas artesanías se convierten en una línea de depurados diseños –orgánicos, minimalistas, sostenibles… todo lo que produce de forma natural la paciencia y la pobreza–. En el otro extremo, las artes de pesca tradicionales fabricadas por el artista irlandés Gareth Kennedy a partir de mobiliario de Ikea. Una especie de vuelta a la tierra de materiales y diseños que parecían haber perdido todo contacto con ella. También es elocuente la serie de fotografías de Emilio Araúxo de artesanos gallegos: sus manos, tan trabajadas o trabajadoras, se han convertido en herramientas.
Hay alguna otra obra que me parece menos sugerente. Y no deben perderse la entrevista con Josefina Alix, la gran especialista en Alberto. Pero para mí, el descubrimiento es el trabajo de investigación de Nader Koochaki sobre un personaje excepcional: Salvador Robles, un trabajador andaluz trasplantado al páramo leonés en los ochenta, donde manejaba un buldócer para allanar las grandes escombreras producidas por la minería.
Robles se percató de que, en aquellos eriales aplanados, ni animales ni plantas encontraban refugio donde asentarse. Así que dedicó sus horas libres a colocar grandes peñascos que proporcionaban sombra y humedad, en un trabajo de Land Art espontáneo o de reconstrucción del paisaje o de protección de la biodiversidad… Y es que a veces nos faltan palabras para referirnos a lo que combina belleza, cuidado y pasión.
Profeta en su tierra
Después de dos décadas guardadas en un almacén, pueden verse de nuevo, a pesar del malestar de la comunidad artística local, las obras de Alberto Sánchez en la sacristía de la antigua iglesia del Convento de Santa Fe de Toledo, que ocupa ahora la Colección Roberto Polo. Trece dibujos y nueve esculturas en bronce, producidas después de su muerte por sus herederos, que muestran las figuras estilizadas del artista y cierta impronta surrealista. Están fechadas entre 1926 y 1962.