Desvestirse para vestirse. Sacarse los zapatos para entrar en contacto con la tierra. Enfundarse una túnica que también es una pintura (y de algodón orgánico pintado con tintes naturales). Esos son los primeros pasos que damos antes de entrar, literalmente, en Turco y antiguo, el enorme cojín –el término es de su autora– con el que Belén Rodríguez (Valladolid, 1981) ha huido de la verticalidad propia del bastidor para expandirse hacia lo horizontal.
Lo hace en un cuidado diálogo con la Capilla de los Condes de Saldaña del Museo Patio Herreriano, intimidada, quizá, por la propia majestuosidad de esa arquitectura pétrea que tiene su eco en esta superficie de apariencia marmórea. Al pasear y hundir nuestros pies en ella lo sensorial se dispara, casi como si estuviéramos deslizándonos sobre la arena mojada a la orilla del mar, mientras miramos los discretos remolinos de color en cada uno de los retales que componen la pieza.
Belén Rodríguez consigue, una vez más, hacer de lo cotidiano algo poético con una obra tranquila, sin sobresaltos, que aprovecha y se nutre de lo que tiene alrededor. Ha mantenido a lo largo de los años una estética común, basada –podríamos decir– en la pausa, en dejar que las cosas ocurran, prestando atención a los pequeños detalles que acaban construyendo la grandeza de su trabajo.
La artista establece un cuidado diálogo con la Capilla de los Condes de Saldaña, intimidada, quizá, por la propia majestuosidad de esa arquitectura pétrea
Su técnica se ha ido depurando, volviéndose cada vez más comprometida, convirtiendo lo cotidiano –la preocupación por los desechos, el empleo de materiales naturales– en político. Lo vemos con claridad en el material con el que ha rellenado su instalación, polvo biodegradable de corcho de botellas, y en la selección de las once obras de la sala contigua a la capilla, todas ellas recientes.
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En este espacio, los colores del gran telón de fondo nos hablan de un paisaje montañoso invertido, el que ve cada día desde la ventana de su pequeña cabaña apartada en los montes de Cantabria. Un formato, el de telón, con el que ha experimentado en otras ocasiones y que ya asociamos irremediablemente a su trabajo. Pienso, por ejemplo, en cómo cubría así los ascensores del CA2M en Querer parecer noche.
Su otro sello distintivo es el color, al que dio un giro de 180º tras su paso por los Premios Alhambra. Abandonó entonces definitivamente la lejía y se formó en el arte del teñido natural, con los materiales que le devuelve la naturaleza. La obra resultante de esta convocatoria, Hoja verso (2021), se puede ver en esta exposición, 30 páginas de tela encuadernada.
Desde entonces no ha trabajado de otro modo. Las túnicas que vestíamos hace un instante están elaboradas con tintes naturales de “plantas de los alrededores”. O la pieza que muestra ahora en otra exposición, ¡Salvar mis amores! en Collegium (Arévalo), nos habla del bosque de enfrente de su casa.
Fuera de la sala se exponen en una vitrina sus cuadernos de trabajo. En ellos anota minuciosamente cada paso que da. Habla del mordentado, el proceso que se hace para que el color perdure en la tela, de las horas que la deja en remojo, de cómo la seca y de los cambios que percibe en el color. Hojas de eucalipto, granada y cáscaras de aguacate son algunas de sus materias primas.