Podemos empezar por lo más picante: el San Sebastián de Guido Reni (1575-1642) se considera un icono del erotismo gay, desde que Oscar Wilde le dedicara un poema y más tarde Yukio Mishima, en una famosa recreación fotográfica, se convirtiera en el propio mártir asaeteado. La versión del santo del Museo del Prado ha sido recientemente restaurada y aquí le vemos ya sin el repinte que Isabel de Farnesio ordenó, para extender el paño de pureza. Podemos empezar así no sólo como anzuelo para el distraído lector y la hojeadora lectora, sino con todo sentido, porque si algo llama la atención a cualquiera que recorra los cuadros del pintor boloñés, es su maestría a la hora de pintar el cuerpo.

Las gloriosas anatomías de Reni le hicieron merecer el apelativo de divino, pues era capaz de crear belleza y una belleza tan sublime, que ponía al espectador en contacto con lo trascendente. Este asunto de la representación de la belleza física es uno de los ejes que arman la exposición. Los otros tres son el recorrido biográfico; sus vínculos con España, tanto su presencia en colecciones como la influencia sobre nuestros artistas; y, por último, el diálogo entre pintura y escultura, en las dos direcciones.

[El monumental cuadro de Guido Reni que se salvó del incendio de Notre Dame llega al Museo del Prado]

El 'San Sebastián' de Guido Reni, antes y después de la restauración. Fotos: Museo del Prado

Hay que decir que esta es una gran exposición y una exposición grande. Ocupa 900 metros cuadrados y reúne casi cien piezas. Algunos de estos préstamos, por cierto, son excepcionales, como La matanza de los inocentes, de la Pinacoteca de Bolonia, o El triunfo de Job, de la catedral de Notre-Dame (uno es la primera vez que sale del museo y el otro es el cuadro más valioso de la institución).

Se pueden ver también juntas por primera vez las dos versiones de Hipómenes y Atalanta (del Prado y de Nápoles). Ese cuadro que es uno de los que más me gustan de todos los tiempos, con dos hermosos desnudos moviéndose rápido en direcciones opuestas, cuya energía cinética está a punto de sacarlos de la escena, dejando atrás los tenues paños que (no) les cubren.

'Hipómenes y Atalanta', h. 1618-1619. Foto: Museo del Prado

Será mejor conocer una sucinta biografía del pintor antes de seguir con la exposición. A los nueve años entró como aprendiz en el taller del pintor flamenco Denys Calvaert. A los veinte, se mudó a un taller rival, el que los Carracci habían bautizado como Accademia degli Incamminati. Con veinticinco y siguiendo a Annibale Carracci se trasladó a Roma, donde pasó una década pintando frescos (el del Casino dell’Aurora se considera su obra maestra).

Guido Reni

Museo del Prado. Madrid. Comisario: David García Cueto. Patrocinada por la Fundación BBVA. Hasta el 9 de julio

Viajó a Nápoles, donde residió unos años y a partir de 1613 se instaló casi permanentemente en Bolonia. Aunque la historiografía le atribuye un giro antimanierista y un acendrado clasicismo, es muy visible su admiración por Caravaggio, al que conoció y trató. Creó un taller cuya producción tuvo que ser abundante, conforme su afición al juego le endeudaba más y más. Es famoso que murió virgen, pero en todo caso fue misógino y tal vez homosexual (en la época era un pecado rigurosamente perseguido).

Reni siempre supo que las habilidades no son innatas, sino resultado de un enorme esfuerzo por aprender a dominar el oficio

La muestra está dividida en 11 apartados y empieza por sus años de formación. Gran dibujante y grabador, un cuadrito titulado La unión del Dibujo y el Color subraya lo muy consciente que era de los ingredientes de la buena pintura. Reni siempre supo que las habilidades no son innatas, sino resultado de un enorme esfuerzo por aprender a dominar el oficio. Su llegada a Roma supuso conocer directamente el legado de la Antigüedad clásica, pero también la pintura del armonioso Rafael y el excesivo Miguel Ángel. David con la cabeza de Goliat es de esa época y renuncio a describir el ¿irónico, estruendoso? contraste entre el jovial David y la bestial cabeza del titán. También pinta por entonces La matanza de los inocentes, tan trágico y teatral.

'La unión del Dibujo y el Color', h. 1624-1625. Foto: Museo del Louvre

En el capítulo “La belleza del cuerpo divino” hacen aparición esas llamativas anatomías a las que me he referido. Podemos ver un rutilante San Juan Bautista y un atlético Jesús atado a la columna. La pequeña escultura de Alessandro Algardi, en bronce dorado, copia el mencionado Jesús y es el primer testimonio de la importancia de Reni como modelo para artistas contemporáneos.

El apartado “Héroes y dioses de sobrenatural anatomía” es, en efecto, una muestra de culturismo. Reni pinta a Hércules y Faetón hipermusculados, sin duda inspirado por el Torso de Belvedere, presente en un vaciado de escayola. El Hércules de Zurbarán, pintado para el Alcázar madrileño, nos recuerda, por otro lado, que la mitología se puso al servicio del imaginario de las monarquías. Junto a todos estos cuerpos, cuyo esplendor físico es previsible, resultan en cambio llamativos los agrupados bajo el título “El poder de los santos y la hermosa vejez”.

'San Juan Bautista en el desierto', h. 1636. Foto: Salamanca, Madres Agustinas Recoletas. Convento de la Purísima

Un título acertado, porque es digna de ver la nobleza con que se representan los estragos del tiempo, con tonalidades y pliegues en una carne que los santos muestran no sé si muy necesariamente. Pero conviene recordar que esta belleza anatómica no era un objetivo estético en sí misma, sino el medio de hacer visibles los valores morales y espirituales de sus propietarios. Lo mismo cabe decir, desde luego de “María o la divinidad humanizada”, donde encontramos una Inmaculada de Reni encargada por Felipe IV, que estuvo en la catedral de Sevilla y sirvió de modelo para la conocida Inmaculada de Murillo.

El último capítulo es sorprendente: corresponde a sus últimos años y muestra cuadros pintados aprisa, algunos visiblemente inacabados, seguramente espoleado por sus necesidades económicas. Los contornos borrosos y los colores apagados trasmiten, quizás sin pretenderlo, una desmaterialización pareja a la que Góngora, su contemporáneo, describió insuperablemente: acabaremos convertidos “en humo, en polvo, en sombra, en nada”.