Si preguntáramos qué es lo que hace de Sorolla un pintor tan admirado hoy, seguro que en las respuestas encontraríamos palabras como luz, color, autenticidad o emoción visual. Pero esos términos solo explican una parte de su singularidad. Para destacarlo hace falta más. Con la pintura pasa como con las personas: resultan especiales solo cuando las elegimos, cuando las amamos. Las explicaciones que nos damos a nosotros mismos para justificar que son diferentes del resto resultan siempre subjetivas.
De tratarse de una cuestión estrictamente racional, la fortuna crítica de Sorolla habría permanecido estable a lo largo del tiempo y suscitaría una aquiescencia absoluta. Si no ha sido así, se debe a que sus hallazgos estéticos se han valorado de manera muy desigual, tanto por razones sociológicas como, sobre todo, porque el pasado dialoga con el presente con voces distintas.
Las que más se escuchan hoy en día tienen que ver, por un lado, con el recreo visual que gran parte del público espera del arte; y, por otro lado, con la satisfacción que produce reconocer una habilidad, en apariencia innata, en un trabajo de carácter artístico. A ambos aspectos hay que añadir las estrategias reputacionales.
Después de contemplar a Sorolla, uno queda convencido de que las cosas son como deben ser
Hace mucho tiempo que el arte entró a formar parte del ocio. En la actualidad, gran parte de nuestra vida gira en torno al entretenimiento. Algo hay que hacer por gusto. Para muchas personas, de eso se trata cuando hablan de arte. Cierto que requiere algún esfuerzo. Uno aguarda una cola o paga una entrada solo si cree que va a cubrir las necesidades culturales en las que ha sido educado.
La mayor parte de la pintura de Sorolla evoca la alegría de vivir en un mundo normal. Son deseos que tiene mucha gente: los niños juegan en la playa sin preocupaciones, la familia se presenta como un entorno apacible, las personas son atractivas y elegantes, el trabajo queda lejos de ser una maldición bíblica, existen lugares maravillosos en los que uno desearía encontrarse, el país es un territorio armónico. Hasta los temas sociales nos hablan de víctimas injustas. La compasión reconforta. Después de contemplar a Sorolla, uno queda convencido de que las cosas son como deben ser.
[Joaquín Sorolla, una vida luminosa y frenética de un artista tan singular]
La ficción siempre ha sido necesaria para sobrevivir. Pero es imprescindible enmascarar el truco para que nos seduzca. En la habilidad para manejar esa tensión entre arte y vida radica la singularidad del creador. Sorolla es un artista que utiliza los recursos propios de la pintura con una habilidad extraordinaria, sin por ello hacernos olvidar que pertenecen en exclusiva al ámbito de la pintura.
Reconocemos su retina prodigiosa, al tiempo que gozamos de su pincelada, de su ejecución vibrante e irrepetible. La contemplación serena nos convierte en personas sensibles porque sabemos apreciar valores abstractos, más allá del motivo. La comprensión otorga autoestima.
La fama llama a la fama. Quien la desprecia suele ser un marginal o un resentido. De lo que se habla mucho se acaba hablando más. Nos fascinan los mitos. Pero antes hay que construirlos. Sorolla supo, en vida, diseñar una estrategia de promoción que condujo a su encumbramiento. Gracias a su esposa, a Clotilde, su casa pasó al Estado, convertida en museo, cuya colección, enriquecida con donaciones familiares y adquisiciones públicas, mantiene viva su memoria.
En los últimos años, Sorolla se ha beneficiado de una campaña promocional orquestada en muchos frentes, desde el Mediterráneo como paraíso hasta una interpretación internacional más laxa del impresionismo como movimiento que precede a la vanguardia, o su versatilidad para generar distintas formas de identificación.
Carlos Reyero es autor de Sorolla o la pintura como felicidad (Cátedra, 2023) y comisario de la muestra Sorolla Negro (Fundación Bancaja, Valencia)